Prólogo: Crónica de un héroe anunciado

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       El niño dio un cuidadoso paso dentro de esa oscura habitación, y lloró. Siempre lo hacía, porque su padre le había enseñado que llorar está bien.

       En cuanto soltó su mano del picaporte, la puerta por la que tanto tuvo que decidirse para entrar se cerró por completo y, en el último instante al encontrarse con el marco, un seco sonido se extendió. Entre tanto negro, no volvió a encontrar su salida. Sus manos comenzaron a sudar aún más que antes. Intentó respirar.

       «Lo hecho, hecho está. No voy a irme sin ella», pensó.

       Se movió asegurando en todo momento estar pegado a la pared y, como un ciego sin su bastón, tocando todo lo que su mano pudiera alcanzar. Las paredes frías al tacto le hicieron sentir que era el peor momento para olvidar sus guantes de lana.

       En un fruto de la aleatoriedad, logró presionar el interruptor que buscaba. Una luz iluminó el lugar desde un gran foco en el centro de la habitación, acompañada de pequeñas luces por las paredes. Observó que el lugar era grande, incluso más que los anteriores de ese mismo recinto. Las cajas y armatostes mecánicos acumulados en las paredes y extremos, le daban cierto aire desmotivador. Era el tipo de lugar cuya existencia uno olvida.

       El cabello del niño, largo y azabache como esa oscuridad que anteriormente temía, brilló ante el directo resplandor de las potentes luces de las paredes, al menos por el breve momento en que se mantuvieron encendidas, ya que en cada segundo se iban intercalando luz y oscuridad a un ritmo constante. El muchacho pensó en que se podría llegar a tratar de un problema en la energía, y deseaba que se arreglara pronto. Aunque con ayuda de ese brillo es que la pudo ver. Efectivamente, se encontraba en esa habitación, justo al otro extremo de su posición durmiendo. Ella y nadie más. Aquel con cabello negro sintió un escalofrío, y en un acto reflejo, calculó la distancia entre los dos.

       «30 segundos», pensó.

       La piel pálida de la mujer también resplandecía en los tiempos de luz, y la despertó de manera paulatina, como el sol que entra por la ventana en las mañanas. Ella frotó con fuerza su pelo café revuelto y mal cortado que parecía hecho sin cuidado utilizando un cuchillo cualquiera. Vestía ropa que el niño dedujo que le cedieron, quizás por lo arrugada, los colores apagados, o lo destrozada, pero siendo la principal razón de su duda esa blanca bufanda. Indumentaria que representaba una prenda característica de los Bairoletto. Se negó a creer que ella a quien tanto amaba, se había unido a lo que en su percepción sólo eran ladrones desagradables.

       Pero lo que más afectó al chico fue la expresión de la mujer en cuanto notó su presencia: una mueca triste, con ojos que se tornaban vacíos, y profundas ojeras. Se sentaba de cuclillas arriba de un viejo sofá que, por sus huecos y manchas, el niño no se atrevería a decir que fuera un lujo. Pensó que era como esas viejas medias que su papá solía guardar, y que nunca le gustaron demasiado. Sus piernas que temblaban, y la profunda presión en su pecho, decidieron que no era el momento de pensar en eso, que ni aun intentando distraerse con datos estúpidos escaparía de enfrentar la realidad. Y es que nunca se encontró más seguro que aquella era la persona que buscó toda su vida. Seguro que por las descripciones, por la actitud y el lugar, todas esas historias y rumores tenían una razón después de todo.

       Respiró con profundidad, y dio un corto y lento paso.

       La luz se apagó, y la perdió de vista. En esos instantes en los que la luz se esfumaba, todo se complicaba un poco más, si eso era posible. Cuando pudo ver nuevamente, la mujer sostenía un cuchillo con ambas manos, y lo apuntaba en su dirección sin moverse del sillón.

Los héroes también sienten fríoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora