Capítulo 9: La esquina de los sin familia.

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Phoe dio un paso, y luego otro

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Phoe dio un paso, y luego otro. Se detuvo en ese y volvió al anterior. Creyó haber escuchado algo y eso lo asustó, pero rápidamente concluyó que fue producto de su imaginación. Limpió el sudor de su frente y continuó.

Le quedaba un gran tramo por delante, y tenía que apurarse para terminar antes de que la noche tiñera el cielo, lo sabía bien; pero tener miedo del más mínimo error impedía cualquier apuro. Esa vez, no se sintió culpable de tener esos sentimientos, de ese miedo al error; después de todo, esa se trataba de la primera misión solitaria en su vida.

El niño aún no conocía la razón por la que su papá lo había mandado solo, pero tenía que ser una buena razón, su papá únicamente tenía buenas razones para hacer las cosas, ¿no? O quizás...

«Esta es su prueba, la última de todas, para comprobar si puedo valerme por mí mismo», pensó Phoe. El niño tragó saliva y recordó unas palabras dichas por su papá antes de que saliera de la base: «Ante el mínimo peligro, te volvés inmediatamente, ¿sí?». Ante los ojos de Phoe, esas eran palabras de provocación, un símbolo de que no tenía que ser débil, casi que su papá llamándolo al reto.

Dejó los pensamientos a un lado y se dispuso a salir de la casa hecha pedazos por un hueco cercano al techo. Para llegar a esa altura, escaló por un mueble con numerosos clavos que había perdido todo color. Ya en el techo, observó con detenimiento la distancia que tenía que recorrer para llegar al techo de la siguiente casa, y daba miedo. Claro que lo daba.

«Por lo menos cuatro segundos...», pensó. Tragó saliva. «No lo puedo decepcionar.»

En ese momento agradeció que la tormenta de nieve hubiera frenado, aunque no confiaba en que eso fuera a durar demasiado. Nunca duraba demasiado. El niño saltó, y en el aire soltó el botón de su espada, aterrizando de buena forma en la edificación. Al tocar mínimamente la superficie de la casa, velozmente se escondió dentro. No frenó en observar o reflexionar ninguna de las características de ese lugar, como habituaba a hacer: su mente no le permitía darse esos privilegios en una situación tan tensa. Por uno de los huecos en la pared, observó que se encontraba a una distancia casi nula del refugio.

«Queda prácticamente nada», pensó el niño al ver al edificio cuadrado como una caja de zapatos gigante.

Ese refugio en particular era quizás top cinco de los más grandes que alguna vez presenció, incluso se planteó que sea top tres, pero podría tomarse como una decisión controversial que prefería discutir luego con su papá. No es que no confiara en su propio criterio para decidir eso, pero su memoria no hacía favores y hacer tops nunca fue una tarea sencilla.

En la entrada del refugio, una gran puerta de metal se extendía por metros a lo largo y a lo ancho. Varias personas la resguardaban: por un lado, tres guardias del refugio, fácilmente reconocibles por sus máscaras y alabardas; y a un lado suyo, dos miembros de la banda de Eithel. Esos eran más complicados de distinguir, pero a raíz de cómo aparentaban indiferencia a la vigilancia, en la mente del niño parecía la opción que más se acercaba a ser correcta.

Los héroes también sienten fríoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora