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Nada podía ir mejor en la vida de Marcelo

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Nada podía ir mejor en la vida de Marcelo. Le era casi imposible creer que la suerte tantas veces le sonriese.

—Eres un campeón —se dijo a sí mismo con mucho entusiasmo.

Sentado en su despacho de espaldas a la puerta y a su escritorio de roble macizo contemplaba orgulloso su gigantesco retrato que había encargado a uno de los mejores pintores de la zona. En el cuadro aparecía de pie, con los brazos cruzados en el pecho, la mirada hacia el horizonte, el mentón elevado y una expresión decidida en su rostro. En honor a la verdad, en él tenía mucho más pelo y muchos menos kilos, aunque no lo notaba. Cada vez que se miraba al espejo veía lo mismo que estaba contemplando en ese momento: un hombre fuerte, gallardo y triunfador al que la vida le iba fenomenal.

—Señor Aranda, le llama su mujer por la línea uno —susurró con miedo una voz desde el interfono que tenía colocado en la mesa.

—Dile que en cinco minutos hablaré con ella —contestó sin girarse—. Estoy muy ocupado ahora mismo.

—De acuerdo, señor —dijo Lidia, su secretaria, procurando sonar lo más complaciente posible.

En realidad, podía atenderla en ese momento, pero le gustaba ejercer ese poder con Marla. Su esposa estaba muy mal acostumbrada últimamente. Desde que ganaron, se había transformado en una nueva rica insoportable que solo sabía exigir dinero para sus caprichos textiles. Por eso, había decidido hacerle entender sutilmente que el premio era suyo. Él se lo había ganado haciendo algo que ella no hubiese tenido el valor de hacer ni en mil años. No cogerle el teléfono enseguida, dejarla en evidencia con fina ironía delante de la gente del pueblo, pedirle explicaciones y recibos de todas las compras y desatenderla en el lecho conyugal mucho más que antes eran algunas de las cosas que hacía para que lo supiese. Aunque esto último a Marla no parecía importarle mucho.

Se recostó en la silla unos minutos más. El día era muy tranquilo. Un pueblo de solo cuatrocientos cincuenta y tres habitantes era muy fácil de controlar. Además, como alcalde consagrado y eficiente, sabía delegar casi todas las tareas que no requerían de su inmediata participación, que eran muchas.

—Lidia, ¿estás ahí? —preguntó pulsando el interfono.

—Sí, señor.

—Ponme en contacto con mi mujer.

—Claro, señor.

Sonaron tres tonos hasta que Marla contestó. Eso a Marcelo le molestó, pues se suponía que en cinco minutos le iba a llamar y debería haber estado esperando con el teléfono bien cerca.

—¡Hola, cielo! ¿A qué no sabes con quién me he encontrado esta mañana de camino a la tienda? A Francisca, la mujer de Sandro, y llevaba tal cara de mustia que le he tenido que preguntar...

Y así continuaba siempre, al menos durante veinte minutos más, sin respirar siquiera. Menos mal que tenía, desde hacía tiempo, el manos libres instalado en el teléfono del despacho. Así podía entretenerse jugando con el ordenador mientras soltaba de vez en cuando expresiones como "Aja" o "¡No me digas!" cuando en realidad la conversación de su mujer no le importaba nada. Todos los días Marla hacía lo mismo y Marcelo ya se había acostumbrado. Al principio de la legislatura no era así, su relación se limitaba a incómodos silencios que comenzaron cuando sus dos hijos se hicieron demasiado mayores para vivir en casa y se buscaron un piso cada uno, pero con el dinero de sus padres. Tampoco ellos se comunicaban con Marcelo, solo una vez cada mes para pedir su asignación y continuar con su vida de derroche en la ciudad. Pero cuando el año pasado, llevando dos años en el cargo, ganó su premio, todo cambió.

El juego de los MediosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora