Matar es fácil

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La seguridad de cada uno depende principalmente de que nadie desee su muerte

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La seguridad de cada uno depende principalmente de que nadie desee su muerte.

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Quedaban solo diez minutos y Estela seguía despidiéndose de María. Me estaba impacientando, pero cualquier cosa que hiciese podría levantar sospechas. Así que me encontraba apoyada en la puerta principal, fingiendo despreocupación. Juan se acercó a Miguel y lo llevó a otro lado, como había prometido. Mientras cruzaba por la puerta me guiñó un ojo sin que nadie le viese, a lo que yo asentí en respuesta. Al menos una parte iba conforme al escueto plan que habíamos hablado.

—Bueno, María, tengo que dejarte. Sé que es pronto, pero tengo que hablar con Mérida de unas cosas y después dormir, que mañana será un día largo con el viaje y todo.

—Es verdad, cielo. Discúlpame —dijo ésta tomándola de la mano—. El lunes seguimos hablando, que el trabajo puede esperar.

—Claro —respondió Estela con su mejor sonrisa alejándose de ella.

Se acercó hacia mí con cara de cansancio y me cogió del brazo. Nos dirigimos fuera de la casa, lo que me hizo preguntarme cuál sería el plan de Estela. Al final, llegamos a una casita de mantenimiento que había al lado de la mansión. Estela utilizó un panel en el que escribió unos números y la puerta se abrió. Este gesto de seguridad era un anacronismo comparado con la estructura del lugar, que parecía viejo y desvencijado. Pasamos a oscuras hasta que mi amiga encendió la luz. El lugar era lo suficientemente grande para que estuviésemos cómodas las dos, con dos sillas grandes de jardín que habían sido colocadas junto a una mesita. Pude ver una nevera y algunos libros escondidos, pero en conjunto solo había material de mantenimiento de la casa: palas, mangueras, cajas de herramientas, cubos, fertilizante...

—¿Te gusta? —preguntó Estela con una sonrisa mientras cerraba la puerta y volvía a marcar un código.

—Puede —contesté mirando a mi alrededor. Demasiadas cosas que utilizar como arma, pero también para defenderse—. ¿Hay refrescos?

—Los suficientes para que nos dé una sobredosis de azúcar antes de que acabe la hora —dijo mientras abría la nevera y me pasaba uno de limón.

Lo cogí y me senté en una de las sillas. Miré mi reloj y vi que la hora estaba a punto de empezar, por lo que apagué el teléfono. Nunca le haría daño a mi mejor amiga, pero no quería ponerla más nerviosa de lo que ya estaba. Además, todos los teléfonos de la UPM disponían de un sistema de alerta, al pulsar rápidamente tres veces el botón de apagado se mandaba una señal a la central con la ubicación exacta de cualquier agente y el compañero que estuviese de guardia acudiría en su ayuda. Sabiendo eso podía estar tranquila con el móvil apagado. En nuestra unidad no hacía falta, en la mayoría de los casos, un gran despliegue de medios. Los Sextos solían ser gente corriente que aprovechaba la oportunidad que se le presentaba y todo esto sumado a que casi todas las veces actuábamos cuando el crimen ya se había cometido, con un par de agentes preparados bastaba para contenerlos.

Los minutos fueron pasando. Hablamos de nuestras vidas, de nuestras preocupaciones. Hacía mucho tiempo que no compartíamos un rato tan largo las dos solas. El encierro nos empujó a sincerarnos sobre nuestros sentimientos, como deberíamos quedar más frecuentemente para no tener que esperar a días señalados en los que ponernos al tanto de todo lo que pasaba en nuestra vida.

Hablamos sobre relaciones fallidas, recuerdos de estas, sobre Juan... Una sonrisa enamorada se dibujaba en la cara de Estela cuando pronunciaba su nombre. Mi amiga había encontrado al amor de su vida, lo noté mientras enumeraba sus cualidades de forma romántica y apasionada. Solo esperaba que él sintiese lo mismo que ella, no quería verla sufrir.

—Al final voy a tener que agradecerle al juego —dijo Estela, levantándose mientras a coger otro par de refrescos.

—¿Por qué? —pregunté mientras tomaba el que me ofrecía.

—Por haber hecho que nos juntemos después de tanto tiempo.

Reí tranquilamente mientras tomaba un trago y me levantaba para estirarme. La tensión estaba haciendo mella en mí y me molestaban un poco las articulaciones. Estela se sentó y me miró fijamente.

—¿Qué? ¿Me he manchado? —dije mientras me miraba el jersey.

—No. Aunque no sería raro —contestó sonriendo—. Quiero pedirte un favor.

—¿Otro? —pregunté volviendo a mi sitio para ponerme cómoda—. Creo que ya he cumplido con lo de hoy mi cupo de favores para un año, al menos.

—Uno pequeñito —suplicó con voz suave.

—Vale. Pregúntame.

—¿Puedes contarme una historia del juego? Alguna que sea verdad, no me valen inventadas ni leyendas.

—Estela, sabes que no puedo.

—Por favor —dijo mientras hacía pucheros—. Prometo que no diré nada. Cambia los nombres y los detalles. O te acepto alguna inventada. Pero si lo haces, no me digas que no es real después.

Suspiré y miré mi reloj. Aún quedaba bastante tiempo para acabar nuestras horas y Estela sería capaz de pasárselo todo insistiéndome, la conocía demasiado bien. Puede que alguna historia nos hiciese más ameno el tiempo y podía confiar en mi amiga. 

—De acuerdo, pero sabes que no podrás contárselo a nadie.

—Será nuestro secreto —contestó guiñándome un ojo.

—Será nuestro secreto —contestó guiñándome un ojo

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El juego de los MediosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora