〔:🌷:〕「 3 」༄˚⁎⁺˳✧༚

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No había luna en el cielo; todo era negro y oscuro allí arriba, dándole así a las estrellas la oportunidad de ser las protagonistas de la noche y las luces que guiasen a las almas perdidas. Era imposible contar la gran cantidad de puntos brillantes que decoraba el cielo, que como minúsculos ojos relucientes escudriñaban la vida mortal bajo ellas.

El silencio en el jardín era sepulcral. No se oía ni el susurro del viento, ni el canto de los grillos, ni siquiera los pasos del príncipe menor. Paseaba tranquilo entre las flores, conociéndolas todas a la perfección, siendo capaz de nombrarlas y distinguirlas de un solo vistazo. Al igual que identificaba las constelaciones sobre su cabeza, Albedo también diferenciaba las plantas junto a sus pies.

Había oído de sus sirvientes que su madre solía frecuentar el jardín del palacio. Ella lo había cuidado personalmente, había mimado las flores y había pasado horas y horas disfrutando de su silenciosa compañía. Tal vez ese cuento popular de que el alma de la reina había suspirado junto al Kreideprinz recién nacido antes de ascender a Celestia era cierto, y quizá por eso Albedo compartía con ella ese cariño por el jardín.

Allí todo era calma y paz. Para el príncipe, aquel pequeño rincón del palacio era un oasis de tranquilidad plena, un diminuto paraíso delimitado por arbustos y habitado por flores. Cuando era niño, sus favoritas eran los crisantemos, pero con el tiempo y la edad su gusto se volvió algo más exquisito y quedó maravillado por la belleza y la elegancia de las orquídeas.

Las orquídeas del jardín eran de un rosa tan pálido que en cualquier otra flor habría podido ser síntoma de enfermedad por tan débil pigmentación, pero que en ellas era tan bello como una obra de Los Siete.

En el silencio de la noche se oía todo, por eso Albedo se giró sobre sus talones cuando le pareció escuchar unos pasos a su espalda. Una sonrisa se le dibujó al instante en el rostro al reconocer a su sirviente.

—Buenas noches, mi príncipe —lo saludó en voz baja el mayor.

Se inclinó en una reverencia por la costumbre del protocolo. No obstante, por lo demás, las formalidades desaparecían. De todas formas, los únicos testigos presentes de sus encuentros en el jardín eran las flores, que callarían eternamente sin decir una palabra, así que nadie sabría nunca nada de la cercanía tan íntima y romántica con la que se trataban estando a solas.

—Buenas noches, Kaeya —sonrió el rubio, viendo cómo el otro caminaba hacia él.

El jardín del palacio apenas era frecuentado por otras personas que no fueran ellos dos. Desde la muerte de la reina veintidós años atrás, nadie ponía un pie entre aquellas flores. El jardín había caído en el olvido, pero no había perdido sus colores primaverales y sus arbustos verdes y frondosos. Sus árboles sanos de troncos robustos seguían dando la misma sombra que en aquel lejano entonces y el jardín seguía tan vivo como en los días de la reina.

Albedo era el responsable de todo aquello. Cuidar del jardín se había convertido en su pasión y en su pasatiempo favorito. Si el Kreideprinz no estaba en la biblioteca del palacio, entonces sin duda alguna estaba en el jardín. Le encantaba la compañía de las flores, esa silenciosa compañía que le otorgaba una calma que su atormentado corazón necesitaba. Le gustaba la inexistente conversación que le ofrecían los arbustos y los árboles, que le permitía tener unos momentos de tranquilidad y paz para él mismo.

Aquel pequeño rincón del palacio era el único lugar en el que Albedo no se sentía pequeño y vulnerable. Era el único lugar en el que se sentía a salvo del mundo y lejos, muy lejos, de su padre y de su hermano.

El príncipe y su sirviente se sentaron juntos en un banco de piedra que había en el jardín, rodeados por las flores que cotilleaban su conversación. Desde el cielo, las estrellas los miraban, tan curiosas como las flores de la tierra.

Kaeya hablaba sin parar, su voz sonando como un suave susurro que era arrastrado por la brisa. Sus palabras eran como una gran red que atrapaba a Albedo, como unas cadenas que lo aprisionaban y tiraban de él hacia Kaeya. Todo lo que decía era cautivador, su dominio del habla encandilaba al príncipe, que desde siempre había sido alguien mucho más callado e introvertido. Algo dentro de él le advertía que era peligroso confiar tanto en Kaeya, pero al mismo tiempo su corazón le pedía que se entregara plenamente a él. Era esa contradicción la que tanto lo fascinaba.

La mirada del sirviente se detuvo en unas flores blancas y amarillas. La curiosidad de Kaeya era innata, desde que era pequeño. Siempre había tenido interés por aprender y por saber y, por eso, seguro de que Albedo conocía a la perfección la respuesta, le preguntó qué especie de flor eran aquellas que le habían llamado la atención.

—Narcisos —respondió sin titubear el rubio.

—Hmm... Son bonitos —opinó el sirviente—. Oye, Albedo, ¿cuáles son tus flores favoritas?

Albedo ni siquiera tuvo que pensar su réplica.

—Las orquídeas. Aunque cuando era pequeño me gustaban los crisantemos —añadió—. Algunas criadas, las que conocieron a mi madre, dicen que los crisantemos eran sus favoritas. —Se acercó a Kaeya, acurrucándose a su lado, buscando su calor. Sin tener que pedirlo, no tardó en sentir el brazo del sirviente sobre sus hombros—. ¿Y las tuyas?

Las comisuras de Kaeya se curvaron en una sonrisa.

—Mi flor favorita es rubia y tiene los ojos turquesas. —Le dio un beso en su cabeza rubia ceniza—. Tú eres mi flor favorita, la más bonita de todas.

—En ese caso, tú eres el sol que me da fuerzas para seguir adelante —sonrió Albedo, sintiendo que esa metáfora estaba cargada de demasiada sinceridad—. Sin ti me marchitaría.

Estrechó a Kaeya con algo más de fuerza, con algo más de afecto. Lo quería mucho. No se lo decía a menudo, pero lo amaba con todo su ser. Estar con él le provocaba una sensación de calidez en el pecho que hacía que le vibrara el corazón de felicidad. Confiaba en él más que en nadie más y por él, si pudiera, bajaría todas las estrellas del cielo. Y lo más mágico de todo era que Kaeya sentía exactamente lo mismo.

Interrumpiendo el agradable silencio que los rodeaba, la voz de Albedo sonó como un susurro. Sus ojos turquesas escudriñaban la inmensidad del cielo, observando los innumerables puntos brillantes que decoraban la noche.

—Yo creo que las estrellas que relucen allí arriba son las flores que se han marchitado aquí abajo —murmuró el príncipe—. Mi padre dice que cuando las personas mueren, van a Celestia; pero yo no quiero ir a Celestia. Yo quiero convertirme en una estrella y observar desde los confines del cielo la vida mortal debajo de mí.

—Serías la estrella más hermosa en el cielo —opinó Kaeya—. La flor más bella de la tierra debe convertirse en la estrella más hermosa del cielo, ¿no crees? Serías una estrella tan reluciente y bonita que le quitaría el protagonismo incluso a la luna —insistió el sirviente—. Serías el príncipe... No, serías el rey del cielo de la noche.

A Albedo se le escapó una risita. La risa del príncipe era muy agradable de oír, era linda y tímida, como la risa de un niño pequeño. Era todavía más adorable cuando se la provocaba Kaeya, porque normalmente era una risa nerviosa, esa risa propia de alguien enamorado. También por eso él era la única persona en el palacio que había oído al príncipe riéndose de aquella forma tan tierna.

Hablaron un poco más, abrazados, sobre estrellas, sobre flores, sobre cualquier cosa. Lo único que realmente les importaba era estar juntos.

Orquídeas en el cielo [Kaebedo]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora