{Fantasía oscura, misterio y romance BL}
En una isla rodeada por mares profundos, existen pueblos que ocultan historias por el miedo y el silencio. El más conocido -y también el más difamado- es Derrwood.
Hace 722 años, una noticia milagrosa sacudió...
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Hace 722 años, en las calles de Derrwood, comenzó a circular un rumor extraño y difícil de creer.
Se decía que, al inicio de la primavera, en lo profundo de un bosque, había surgido un arce rojo de diez metros de altura. Pero no era un árbol común. De su tronco brotaba un jarabe de un anaranjado intenso, semejante al sol naciente. Su aroma era dulce y especiado, con notas de vainilla, jengibre y nuez moscada, un perfume que flotaba en el aire y atraía a todo aquel que se acercara.
A diferencia de los demás arces, este fue venerado como un símbolo de lo divino. La gente aseguraba que si un recién nacido o un niño bebía de su jarabe, obtendría salud eterna, protección y, sobre todo, inmortalidad.
El rumor no tardó en extenderse por el pueblo, encendiendo la esperanza y la codicia de los habitantes. La calma habitual fue sustituida por susurros nerviosos y miradas de reojo. Hasta que un día, la tensión estalló.
En medio de la plaza principal, una mujer apareció con la mirada desquiciada y una pistola en mano. Todos los ojos se clavaron en ella cuando apuntó el arma a su propia hija, una bebé de apenas un año. Los murmullos se convirtieron en gritos de alarma.
—Si esto no funciona, iré a la horca —dijo con la voz rota—. ¡Pero no me iré con la duda de si pude salvarla o no!
La multitud se congeló. Nadie se atrevió a intervenir, temerosos de que un movimiento en falso desatara la tragedia.
Pero la mujer no disparó. Con una lentitud cargada de incertidumbre, sacó una pequeña navaja de su bolsillo. Su respiración era agitada, pero sus manos, firmes. Sabía que, de todos modos, iba a lastimar a su hija. Quizá con la navaja, pensó, la herida no sería mortal.
Con lágrimas brotando de sus ojos, levantó el frágil brazo de la niña. La pequeña la miraba sin entender. La punta filosa de la navaja rozó la piel tersa. La mujer vaciló por un instante, pero el miedo a la pérdida fue más fuerte.
El filo cortó la piel. La bebé gritó con un llanto desgarrador, y su cuerpo tembló de dolor. La mujer soltó la navaja y presionó la herida con ambas manos, intentando detener el sangrado. Lloraba con la misma intensidad que la niña.
Un hombre se abrió paso entre la multitud. Era un médico. Se arrodilló junto a ellas, con el ceño fruncido por la desaprobación, pero actuó con rapidez. Abrió su botiquín y extrajo vendas y algodón.
—¡Déjeme ver! —dijo con firmeza.
La mujer dudó, pero al ver la seguridad en el hombre, soltó a la niña con manos temblorosas.
El médico limpió la herida, pero en cuanto apartó el algodón, su expresión cambió de inmediato. Sus ojos se abrieron con asombro y su respiración se detuvo por un instante. La madre lo miró con el corazón latiendo a mil por hora.
—¿Qué sucede? ¿Está bien? ¡Dígame que está bien! —rogó la mujer.
El médico no respondió de inmediato. Solo se apartó para que todos lo vieran. La multitud se acercó, ansiosa por entender. Entonces, lo vieron: la herida había desaparecido. La piel de la niña estaba intacta, como si nunca hubiera sido cortada.
El silencio se hizo tan profundo que solo se oía la respiración entrecortada de la madre. Los murmullos no tardaron en estallar.
—¡Es cierto! —exclamó una anciana—. ¡El jarabe ha hecho efecto!
Esa misma semana, una multitud de padres llevó a sus hijos al bosque. Se acercaron al gran arce rojo con la esperanza de otorgarles salud y vida eterna. Al principio, los niños solo bebían del jarabe. Pero con el tiempo, se estableció un nuevo ritual: cada padre debía posar la mano de su hijo sobre el tronco del árbol antes de darle el jarabe. Nadie sabía por qué. Nadie se atrevía a preguntar.
Por un tiempo, todo fue prosperidad. Los padres se llenaron de orgullo, creyendo haber garantizado el futuro de sus hijos. Hasta que llegó el verano.
Fue entonces cuando ocurrió lo impensado.
Los primeros en notar algo extraño fueron los mismos padres. Al bañar a sus hijos, vieron que la piel de las manos, los dedos y el abdomen comenzaba a cambiar. Pequeñas escamas, delgadas y brillantes, asomaron bajo el agua. Las piernas, que habían sido regordetas y adorables, parecían fusionarse, formando una estructura más rígida y ancha.
Aletas.
La histeria se desató. Los niños lloraban, pero esta vez no se trataba de llantos normales. Su llanto era acuoso, sus gargantas sonaban distintas, como un eco hueco. Los padres intentaron ocultarlo, vendar sus extremidades, pero el cambio continuó. Desesperados, regresaron al bosque, buscando la ayuda del árbol. Pero el arce no les dio respuestas.
Los días pasaron. El sol del verano golpeaba con fuerza. Los niños enfermaron. Algunos dejaron de moverse. Otros murieron en silencio. El pueblo cayó en una tristeza profunda, pero también en ira.
—¡Es culpa del maldito árbol! —gritó un hombre, pateando la base del tronco.
—¡Sáquenlo de raíz! ¡Destrúyanlo! —clamaron otros.
Golpearon el árbol con palas y hachas, pero ni una sola astilla se desprendió de su corteza. El arce rojo permaneció inmóvil, indestructible, indiferente. La frustración creció hasta que, uno a uno, los padres se marcharon con la cabeza gacha y el corazón roto.
Sin embargo, el rumor no se extinguió. Se decía que no todos los niños habían muerto. Unos pocos habían sobrevivido. Sus cuerpos nunca fueron encontrados, y sus padres guardaron silencio. Con el tiempo, las teorías se multiplicaron. Algunos creían que seguían vivos, escondidos entre la gente. Otros afirmaban que no eran humanos, sino criaturas.
Las historias se entrelazaron con las leyendas del bosque. La gente empezó a hablar de sombras que se movían entre los árboles, de ojos que los observaban desde la espesura. Nadie se atrevía a cruzar la línea de alambre que cercaba el bosque.
Para mayor seguridad, colocaron una cinta amarilla atada a los alambres. En ella, con letras rojas bien visibles, estaba escrito: