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Caleb

     Cuando acepté trabajar como mesero durante la madrugada, aún me ardía el cuello por el cuchillo que intentaron enterrar en mi garganta. Odio estar despierto a esta hora, y, sin embargo, aquí estoy, terminando de ponerme el horrible uniforme elegante que nos obligan a llevar en "Yummy", el pequeño restaurante en el que trabajo.

     Son las doce de la noche y conduzco mi bicicleta como si fuera inmortal. Ignoro todos los semáforos, pedaleo tan rápido como puedo, y de vez en cuando alejo una de mis manos del manillar para acomodar la gorra que amenaza con deslizarse por lo lacio que es mi cabello. Lo primero que hice con mi primer sueldo fue comprarme un par de audífonos, y en definitiva no me arrepiento, pues manejar mientras escucho a Dhruv es mucho más llevadero que conducir durante media hora en silencio.

    Dejo mi bicicleta en el parqueadero improvisado que hay en la parte de atrás del restaurante, y por obvias razones, la aseguro con ayuda de una cadena que se cella con un pequeño candado. Yo soy el encargado de abrir el lugar, de ordenarlo, de limpiarlo, y también de cocinar, lo cual es una mierda porque tengo que llegar temprano para poder hacer todas esas cosas, pero por suerte el espacio es pequeño, pues tan solo caben tres mesas azules, y cada una de ellas tiene dos sillas.

     El reloj que hay en la cocina marca las dos de la mañana. Preparé dos hamburguesas y frité algunas papas por si algún cliente llega, pero hasta ahora, no se acercado nadie a pedir comida. Por lo general, en la madrugada se acercan personas de mi edad, que vienen cansados después de haberla pasado de puta madre en alguna fiesta clandestina, o eso es lo que yo supongo, porque huelen a licor y traen una que otra serpentina en su ropa. A veces envidio ese estilo de vida, porque por más superficial que suene, habría deseado irme por ese camino cuando tuve la oportunidad de hacerlo, ahora no me queda más que sobrevivir.

     Desde que trabajo aquí me di cuenta de algo: el silencio es como una canción quemada. Puedo escucharlo, reconocerlo, tolerarlo por un rato, pero no mucho después es asfixiante. No sé cómo es que pude sobrevivir a esto mis primeros días de trabajo, pero ahora ver películas es la solución. Como el televisor que está en la cocina no es muy viejo, pude iniciar sección en una cuenta de Netflix que compré, y desde entonces en eso se resume mi entretenimiento. Después de unos veinte minutos de búsqueda infructífera, decido verme la nueva trilogía de la calle del terror. Amo este tipo de películas, por lo que tomo la hamburguesa que sé que no voy a vender mientras me concentro en aquel largometraje. Cuando llega una de esas escenas silenciosas y tensionantes, en las que sé que en algún momento la música va a comenzar a sonar de golpe para intentar asustarme, me tapo los oídos por adelanto, y espero que eso suceda, pero entonces, suena la campana que está sobre la puerta de la entrada para indicarme que no estoy solo, por lo que agarro el control para apagar el televisor, pero algunos pasos acelerados se acercan a mí, y antes de que pueda reaccionar, un chico se acerca, me tapa los labios con una de sus manos, y con la otra empuja mi hombro hacia abajo obligándome a agacharme frente a él. Cuando tenemos contacto visual, lo reconozco, él es el mismo tipo de rulos perfectos que siempre aparece en televisión, pero ahora, se ve como si acabara de correr una maratón.

     ―Por favor ayúdame a escapar ―me ruega con voz temblorosa― Te pagaré lo que sea. 

Hasta la última notaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora