Capítulo 18

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Yon ha pasado muy mala noche. Sobre las cinco de la madrugada empezó a sentir dolor de barriga, llevaba con molestias desde la tarde anterior, pero no le habíamos dado mayor importancia. Dos horas después, llegaron los vómitos y las diarreas; pensamos que sería una gastroenteritis hasta que le subió la fiebre y el dolor se le agudizó en la parte inferior derecha del abdomen. A las ocho de la mañana despertamos a mi hermano para que nos llevase con su coche a urgencias, enseguida le hicieron una analítica de sangre y de orina, una radiografía y una ecografía.

El box de urgencias es pequeño, de color azul claro, con muchos cajones y armarios llenos de material sanitario. La puerta corredera siempre permanece medio abierta, y cada vez que pasa una enfermera mira hacia el interior para comprobar que todo sigue igual; esa apertura me permite entender la cantidad de trabajo que tienen al ver pasar continuamente, con prisa y de un lado a otro, al personal sanitario.

Yon permanece con los ojos cerrados desde hace un rato, su rostro demuestra lo cansado y dolorido que está: nunca le he visto con unas ojeras tan pronunciadas. Paso mi mano por su pelo, y aunque sus ojos me miran sin brillo y con los párpados a medio abrir, sé que agradece el contacto. No le suelto la mano ni un segundo, y aunque no entiendo del tema, controlo todo el rato que la vía que le han puesto en la muñeca siga igual, y que el gotero no deje de funcionar.

—Yon, como sospechábamos, tienes apendicitis —el médico entra en el box con varios papeles en la mano, prácticamente no nos mira—. Tenemos que operar cuanto antes.

—¿Eso no es lo que le pasa a los niños? —intervengo, nerviosa tras escuchar que tienen que operarlo.

—Sí, suele ser más común en niños, pero puede pasar a cualquier edad.

Me llevo una mano a la frente mientras intento centrarme en respirar. Yon me aprieta la mano.

—No te preocupes.

«¿Puedo ser peor novia? ¡Le van a operar a él, no a mí! ¡Debería estar animándole yo.»

—Es una intervención muy habitual, normalmente no hay complicaciones —una enfermera, de unos cincuenta años, muy amable entra con una bata en la mano—. Lo bajaremos en quince minutos a quirófano, y en menos de dos horas lo tendrás de vuelta en la habitación. Yon, ponte esta bata, estos calzoncillos, y el gorro. En cuanto estés listo, nos vamos.

—Cuando acabe la operación, el cirujano te llamará a la habitación para informarte de cómo ha ido todo —el médico dedica una última mirada a Yon antes de salir de la habitación.

Nos dejan a solas unos minutos en el box, ayudo a Yon a vestirse con ese ridículo atuendo verde y medio trasparente, luego recojo sus cosas para llevármelas.

—Lo que hace uno para saltarse una comida familiar —bromeo para romper el hielo. Yon sonríe muy levemente, con gesto dolorido—. Cuando esté en la habitación llamaré a tu madre.

—Gracias.

Le doy un beso en la mejilla.

—Va a ir todo muy bien —le aseguro. Aunque, en realidad, la que más necesita creerlo soy yo misma.

—¿Todo listo?

La enfermera de antes entra en el box con una silla de ruedas. Me dejan acompañarle hasta la entrada principal de los quirófanos.

—Ahora nos vemos —me acaricia el dorso de la mano, alzo nuestras manos para depositar un beso en la suya.

—Te quiero mucho.

Yon sonríe y me mira mientras se lo llevan.

—Es más difícil para los que os quedáis fuera, para él será una siesta larga, no sentirá dolor hasta que se despierte y se le pase el efecto de los calmantes —asegura una auxiliar mientras me frota la espalda—. Ven, te acompañaré a la habitación.

—¿Suele ir todo bien?

Estoy inquieta y mi corazón va a mil por hora.

—Es una operación bastante sencilla, no sufras, rara vez hay alguna complicación —cogemos el ascensor y subimos a la quinta planta—. Además, está en buenas manos.

El control de enfermería está lleno de personal escribiendo cosas en el ordenador o reponiendo material en los carros de curas. Dos auxiliares salen de la que parece será nuestra habitación, nos saludan e indican que llegamos justo a tiempo. La cama está preparada para cuando llegue Yon: las sábanas abiertas en forma de triángulo hacia el final de la cama y una bata azul perfectamente doblada.

—¿Te han dicho que el cirujano llama en cuanto acabe la operación? —asiento—. Genial, durará una media hora, más o menos, aunque tardará más en subir a la habitación. Ahí tienes el teléfono. Cualquier cosa que necesitéis llamáis al control de enfermería —señala una especie de timbre—. Yo tengo que irme.

Hasta ahora no me había fijado que lleva una placa con su nombre.

—Gracias por todo, Emma.

Ella me devuelve la sonrisa y se despide con la mano.

Llamo a Tania mientras espero noticias de Yon. Tras explicarle la situación, decidimos que lo mejor es que coman, tal y como estaba planeado, y luego venga a visitarlo por la tarde. Al parecer comerán pronto y estarán aquí sobre las tres, se ofrece a traerme un tupper con comida y cena, y yo se lo agradezco; nunca me ha gustado la comida de hospital.

Cuarenta minutos después suena el teléfono de la habitación. Al otro lado de la línea, alguien se identifica como Dr Ventura, cirujano, y me pregunta si soy familiar de Yon Saenz antes de informarme que todo ha ido muy bien, sin complicaciones.

Tal como me había advertido el cirujano minutos antes, Yon tarda media hora más en aparecer por la habitación. Le acompaña Emma, que me mira con una sonrisa. Yon, al verme, estira su brazo para llegar a mi mano y me dedica una sonrisa cansada.

—¿Cómo estás, cariño?

—Mejor, al menos ya no tengo dolor, aunque estoy muy cansado.

Emma le ayuda a pasar a su cama, y antes de irse nos informa:

—No puedes moverte de la cama hasta la noche, ni se te ocurra levantarte antes, y menos solo. Si necesitas ir al baño hay un orinal para chicos, una especie de botella, en el baño. Si no orina en menos de seis horas, tenéis que avisar a las enfermeras. ¿De acuerdo?

—No te preocupes, yo me encargo.

Le entrego la bata azul y le ayudo a ponérsela mientras nos reímos de lo poco que deja a la imaginación por la parte trasera. Se nota que siente dolor al moverse, reírse o toser, así que dejamos las bromas para otro momento.

—¿He tardado mucho?

—En total, poco más de una hora —le acaricio el pelo mientras me hace hueco en su cama y me siento a su lado—. ¿Te duele?

—Si estoy quieto casi ni lo noto.

Miro el gotero y leo "enantyum".

—Me parece que te han drogado un poquito para que estés bien.

—He empezado el año por todo lo alto.

—Ni que lo digas...

Le beso y sonrió feliz por ver que todo ha pasado. 

Más allá de tu ausenciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora