Levanté la vista hacia la ventana del televisor, la luz alumbrando cualquier superficie que sus temblorosas manos lograran alcanzar. Podía sentir cómo acariciaban mi rostro y cabello, la manía con que ceñía los dedos, formando mis orejas. Susurraba recelosamente, queriendo que le prestara atención, pero apenas podía hacer lo que me pedía, distraída a causa del tictac del reloj. Si uno dedicara el interés, como yo en estos momentos, sería fácil darse cuenta de que en una de las descoloridas paredes de papel, los números caían deshechos, escurriendo cual gotas de agua sobre la madera del suelo, a escasos pasos de mis pies.
Ahuyenté el pensamiento en cuanto oí ruido en la cocina, luego pisadas, y pronto distinguí a mi madre que llegaba con dos tazas de té caliente, una en cada mano. Imité su sonrisa, haciéndole sitio para que se sentara en el sofá que ella había comprado en una venta de garaje. Sucedió la primavera pasada. Era un poco viejo, de un tono marrón oscuro que, por muchas veces que intentáramos limpiarlo, seguía sucio y apestando a polvo.
—Cuidado de no quemarte, Greta. —Me dijo, y apenas la entendí porque me encontré observando el eco de sus palabras. La manera en que se desprendían en humo que empaña un techo. Cada día mi madre se mataba con veneno que le dejaban los pulmones negros como carbón.
—No te preocupes —respondí—, no lo haré.
Bebimos nuestra conversación en silencio, ocupando espacio en la habitación. A nuestro lado, el exterior se ocultaba tras cortinas cerradas, se podía percibir el aroma nocturno. Mi madre, con la mano libre, tomó el control remoto que estaba sobre la reducida mesa llena de periódicos viejos y rotuladores de neón.
Cambió de canal.
Tal acción resultó invadente. Sofocaba los números, en oleadas continuas. Y, entonces, nada. Decidió aumentar el volumen más de la mitad. Aparentemente satisfecha, lo dejó en donde se hallaba, antes.
Mi madre vestía una camisa roja que descansaba sobre el respaldo del sofá. De cerca, vi que sus labios se encontraban escondidos por detrás de la taza, y su desordenado cabello rizado se adhería a su frente y coloradas mejillas. Miré y deseé parecerme más a mí y menos a ella.
Obligué a mirar a otra parte, a la gente que charlaba dentro, en la caja, llevando sus vidas ficticias. Y me pregunté cuán diferentes eran de nosotras.
Le di un vistazo al reloj.
A las siete, algo hizo fijarme en las voces del televisor que se apagaron de repente. Dentro, apareció un cuadro azul con letras blancas, decía "Precaución: Recuerden tener miedo". Una y otra vez. En la parte inferior de la pantalla se podía leer "Alerta de Emergencia Nacional".
—Probablemente mataron a otro hoy —murmuró mi madre, negando suavemente. Volvió a levantar el control remoto y presentí sus amarillas uñas vigilando cada uno de mis movimientos.
—O sólo quieren que no olvidemos.
No contestó, sino que la pantalla se quedó en negro de golpe, fue así como vi su reflejo. Sus ojos clavados en los míos.
—Es suficiente —dijo ya, y avetó el mando en el sofá, como si le hubiera quemado los dedos. Levantándose, tomó ambas tazas vacías y se apresuró a dirigirse a la cocina.
Regresé la vista hacia el reloj, tomando nota de la hora.
Más tarde, recibí el mensaje que había estado esperando todo este tiempo. Era de la chica a la que había besado el día anterior, en su recámara. Aún recuerdo cómo no quería contenerme, darle mis labios, toda mi cara. Quería decir todas las cosas que no podía en su boca.
No te quiero ver de nuevo, venía escrito.
Apagué el celular, sin responderle. Poniendo el rostro en la almohada de mi cama, grité hasta que me doliera la garganta y me quedara sin voz. Su hermano nos había encontrado en ese estado y, asustada, me empujó tan fuerte que me caí.
Caí, pero esta vez no me levanté.
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A flor de piel
Science FictionLa piel de una joven que se convierte en una rosaleda, y las lágrimas de otra que ahoga el mundo bajo sus pies. Donde dos chicas se enamoran a pesar de todo, y a causa de todo.