Greta | Capítulo nueve

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El baño tenía azulejos rosas en la mitad de las paredes inferiores, la otra mitad permanecía pintada de un blanco frío que llegaba hasta el techo. Este baño en particular era más pequeño que la mayoría de los de la escuela, un poco menos abarrotado en el segundo piso, cerca del laboratorio de informática.

Habíamos secado gran parte del suelo, con sólo unos pocos charcos de los que preocuparse. Tal suceso, el agua tentando a hundir el baño, significaba que no había más papel de ningún tipo, con los cubos de basura completamente llenos.

Rīa y yo descansábamos, sentadas en uno de los rincones secos. Ella con la cara escondida entre las piernas, yo con la espalda doblada por el cansancio, los ojos cerrados. Era más que evidente que estábamos cansadas, pero yo mantenía la creencia de que cada una de nosotras tenía una causa diferente.

Por primera vez en todo el rato que luchábamos por limpiar, alguien entró en el baño. La chica se limitó a ignorarnos, apoyada en el lavabo, arreglándose el maquillaje. Luego, al salir, entraron otras dos chicas, que esta vez nos dirigieron una mirada curiosa, pero nada más.

En cuanto nos quedamos solas:

—¿Crees que se lo dirán a algún profesor? —murmuró Rīa, moviendo la cara lo justo para verme. Llevaba el cabello recogido en una coleta baja, con pequeños rizos enroscados alrededor de las orejas y las mejillas. Parecía triste. Y quién podía culparla, en realidad, cuando las cosas daban un cambio y uno que se veía en la necesidad de quedarse atrás para lidiar con las consecuencias.

Me encogí de hombros, miré el cuarto de baño. Pensé en su cara, cuando la vi en el escenario frente a la escuela, contando los anuncios de la mañana. Sus manos temblorosas sosteniendo un trozo de papel, su voz rápida y torpe, pareciendo querer estar en cualquier sitio menos presente. Luego pensé en sus ojos ensanchándose al verme allí, fuera del cubículo donde había estado llorando. Dos escenas distintas, dos momentos diferentes, la misma chica que lloraba a mares.

—Lo dudo —dije, pero no me creí. A la gente le gustaba cotillear, le interesaba contar secretos como si fuera una especie de entretenimiento—. Ya no hay que seguir limpiando, estoy agotada.

Rīa me mostró una tímida sonrisa, ojos escodiéndose ante su acción. Y cuando se levantó, vi su uniforme mojado. Se le pegaba torpemente al cuerpo. Me miré y comprobé que sólo mi falda aparecía mojada. Mientras se dirigía al secador de manos, se quitó el blaster, los zapatos y la falda, quedándose sólo con short cortos, las medias y su polo blanco.

Hice lo posible por no mirar su pecho y piernas, me obligué a interesarme por algo que había en el suelo. Sin embargo, la oí:

—¿Acaso no tienes miedo? —dijo ella, entre secar su ropa y sacudirles el agua.

No tenía la voluntad de levantar la vista, pero sabía que daba la espalda. La distancia entre nosotras se acortaba segundo a segundo, como si pudiera alargar mi mano y sujetarla si quisiera. Sin embargo, sabía que eso era imposible, ya que sólo era una sensación y no lo que realmente sucedería. 

—¿Miedo de qué?

Tomó su tiempo para responderme, tanto que pensé que se había olvidado de qué le había yo dicho.

—Sabes cómo se nos trata a la gente como yo, ¿verdad? 

Semejante verdad me dejó sin aliento, con el corazón acelerado por el mero hecho de pensarlo. Los campos gubernamentales eran habituales para corregir a personas que amenazaban los valores nacionales, sociales y culturales. Desde personas interesadas en otro tipo de amor, como yo, hasta quienes portaban habilidades peculiares, como Rīa.

Imaginé a Thalia, una chica un año mayor que nosotras, que parecía tener la maldición de unas manos que quemaban con solo tocarlas. La habían descubierto en el colegio por culpa de una antigua mejor amiga, y se fue directamente al campamento. Acababa de volver, hacía unos pocos meses, pero era otra persona. Una parte de ella se perdió, o se olvidó, y ya apenas hablaba, mucho menos dejaba que la gente la tocara sin gritar y vomitar de pánico.

Luego estaba Tony, una chica que en realidad era un chico. El campamento lo mató, o se suicidó allí. No había más noticias que las de que ya no vivía. Nunca lo había conocido, al menos no personalmente. Había sido amigo de Kavya, en algún momento del pasado, y tal era horrible de recordar. 

Porque yo me encontraba viva, y no ella. No Kavya. Yo era la que sostenía los recuerdos en mis costillas, mientras que ella era la que se quedó atrás. Por mucho que cavara, cavara, cavara; por muy profundo que llegara, seguía existiendo raíces dentro de mí. Dentro de nosotras.

Súbitamente, tuve la necesidad desesperada de regresar todo a su lugar.

—La gente como tú y yo, querrás decir —dije. Y aquí fue donde me volteé hacia ella, una necesidad llenando mis pulmones en anticipación, para que ella se girara a mirarme. Que me viera y entendiera que lo que hice por ella fue una forma de mantener ambos secretos entre nosotras. 

Mas cuando me observó, vi enojo. Tenía mucha de eso en su interior.

—No necesito tu lástima.

Se vistió y salió por la puerta del baño sin que yo me moviera del suelo, la vi desaparecer.

A flor de pielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora