Rīa | Capítulo cuatro

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En algún momento, dejé de ser la hija que solía ser. Quizás tuvo que ver con el tiempo y las formas que uno adopta de una etapa a otra, de un cuerpo a otro. Empezó con mi madre, como todas las cosas.

(Nací demasiado grande para ese mundo y la rompí en el proceso).

Abrí a mi madre y dejé un espacio vacío casi inabarcable si no hubieran sido por los puntos de sutura en su piel. Hoy apenas tenía cicatrices, solo recuerdos, pero no sabía qué era peor. Mi cuerpo no había sido el mismo desde que naciste, me decía. Yo entendía cuánto había sufrido, a pesar de sus intentos de ocultarlo. Quería demasiado a mi madre como para señalárselo. 

(No la lastimo porque la amo).

Continuó con mi primer desamor, el mismo momento en que la vi como algo más allá del concepto de "mamá". Recuerdo que tenía ocho años cuando incliné la cabeza hacia un lado mientras sus manos buscaban mi cabello, tirando de él. Estaba encorvada sobre el asiento cerrado del baño, mirándola, sin apenas poder respirar.

Sentí una quemadura en un lado de la cara y oía la frustración de mi madre; repetía, te lastimo porque te amo. Quería gritar, ámame menos, en cambio lloré.

Al final, me recogió el cabello en una coleta.

Teníamos los mismos ojos, los mismos labios, la misma cara. Nacida de su vientre, era un trozo de ella igual que ella era un trozo de mí. ¿Por qué me tenía que doler tanto? Mi corazón se había deformado en una herida que nunca parecía cicatrizar bien.

Durante años, había llevado las palabras de mi madre bajo la lengua, ya fuera dentro de los cubículos donde me probaba ropa que nunca me quedaba bien o cuando me veía en los espejos, demasiado pequeños para mi cuerpo. Aunque deducía que la persona que estaba al otro lado era yo, era difícil creer lo contrario cuando me parecía tanto a ella.

Solía sentarme en el suelo de casa con un álbum de fotos en las manos y compararme con mi madre, pese a nuestra diferencia de edad. Delgada. Cabello grande, rizado y esponjoso. Enamorada, ya casada. Yo era todo lo que ella no era. Era la hija de mi madre. Estaba convencida de que la amaba incluso antes de nacer; quizás ella también me amaba desde entonces.

(Me lastima porque me ama).

Y la herida solo se hacía más profunda.

Era una hija, un recipiente que contenía el dolor de una madre, no era ni la primera ni la última a la que se le imponía esa carga. 

(Me gustaría tener los dedos de una madre, poder acariciar los lugares que más nos duelen).

Tenía doce años cuando mi madre me ayudó a afeitarme las piernas.

Estábamos dentro de la bañera blanca, con las cortinas a un lado para que ella pudiera verme mejor. Una de sus manos sujetaba mi pierna y la otra la maquinilla rosa que me había comprado la semana anterior.

Estaba apoyada en la pared de mármol, observándola. Mi madre se rió de algo que dije, sus ojos se arrugaron en una sonrisa. Estás creciendo demasiado rápido, recuerdo que me dijo. Luego recogió la alcachofa de la ducha y la acercó. Sentí cómo el agua me corría por las piernas. Unos meses después del doceavo cumpleaños de mi hermana pequeña, las encontré a ella y a mi madre en el mismo cuarto de baño, con la puerta entreabierta.

Desde fuera, podía ver una toalla de playa en el suelo que apenas alcanzaba a recoger el agua que salía de la ducha. La maquinilla de afeitar en manos de mi madre pasaba por delante de las piernas de mi hermana, como un tronco en un río caudaloso durante una lluvia. Mi hermana está creciendo demasiado rápido, pensé, sonriendo un poco con algo que dijo mi hermana. Cuando me muera, espero que este recuerdo sea el último con el que me entierren.

Había días en los que acababa sentada al lado de mi madre, ella preguntándome si quería comerme una naranja. Yo le decía que sí, por favor, y veía cómo sus dedos escarbaban en la piel de la fruta, pelándola aunque yo pudiera hacerlo sola. Acababa dándome la mitad y yo le daba las gracias en un idioma sin palabras.

Masticábamos nuestras rodajas, escupíamos las semillas en una toalla de papel. Las guardábamos para su huerto. 

(Eso era lo más cerca que estaría nunca de sentirme querida). 

De ahí volvía a cuando tenía diez años, después de que notara que una oruga verde atacaba las plantas de mi madre. Tomé una pala que encontré en el suelo. Corté al insecto por la mitad. Y lloré.

En algún momento, me había convertido en mi madre. Inmediatamente, como si fuera una plegaria, pronuncié las palabras que ella nunca me dio: Lo siento, lo siento, lo siento. En ese momento, volví a ser yo misma. Pero el daño ya estaba hecho, y creo que siempre estuvimos destinadas a ser así.

Sobre cómo las hijas se convierten en madres, y en hijas de nuevo.

A flor de pielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora