Capítulo 18

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Capítulo dieciocho

Lo lindo de las tormentas es que después siempre sale el sol.

Amanecí sintiendo unos fuertes brazos aprisionando mi cintura, una cálida respiración junto a mi oído y un fuerte torso presionado contra mi espalda. Solté un poco sus manos de mi cuerpo para lograr voltear y observarlo de frente. Matthew dormía plácidamente, su rostro se mostraba sereno, apacible. Recorrí mis dedos por su mandíbula sintiendo la textura de su barba de dos días. Sonreí al notar como fruncía las cejas, apretando su agarre sobre mí.

—Matt... —susurré divertida.

Gruñó en voz baja sin abrir los ojos, reacomodándose en la cama, sin ninguna intención de despertar tan temprano. Suspiré y deposité un beso en su cuello y otro un poco más arriba, en la comisura de sus labios, antes de deslizar mis manos por su cabello despeinado y hundir mis dedos en él. Otro gruñido escapó de su garganta. Volvió a removerse imposibilitándome salir de ahí. Apoyé mi cabeza en su pecho y cerré mis ojos de nuevo, fascinada por la sensación de estar entre sus brazos. Siempre interpreté sus abrazos como si quisiera protegerme de cualquier peligro, aun cuando no había ninguno. Era la forma en la que me hacía sentir segura y a gusto.

El calor que sentía esa mañana era sofocante, mis mejillas ardían y mi cabeza comenzaba a doler. Mi objetivo de volver a dormirme se hizo imposible en cuanto noté que mi temperatura jugaba en mi contra. Necesitaba refrescarme.

El sol llenaba la habitación de luz, me hacía sentir feliz, o quizás se debía a que el chico que descansaba bajo mi cuerpo me estaba enseñando qué era la felicidad. Jugué un tiempo con sus dedos, enrollándolos con los míos y acariciando su suave piel, antes de considerar que necesitaba una ducha para evitar el calor que me consumía. Lentamente aparté sus manos de mi cintura y me incorporé, observándolo desde el umbral de la puerta y sintiendo unas enormes ganas de volver a lanzarme contra la cama para no apartarme de su lado. Reprimí mis deseos y tomé mi ropa que se había caído al suelo. Caminé hacia el baño, sintiendo el frío cerámico bajo mis pies enviar corrientes gélidas a cada terminación nerviosa de mi cuerpo, después de asegurarme que Amelia seguía dormida en su habitación.

No me había percatado de la sonrisa que se había formado en mi rostro. Podía deberse al haber despertado una mañana junto a Matt sin que nada ni nadie nos interrumpiera, ni siquiera una llamada telefónica como había sido la última vez. Me di una ducha rápida y lavé mis dientes, alistándome para comenzar un buen día. Mis dedos revoloteaban en las paredes o cualquier superficie que tocara, deseosos de crear música. Lo sentía, a veces era como si se convirtiera en una necesidad básica, igual que respirar; surgía como un hormigueo en las yemas de mis dedos y subía por mis palmas hasta mis muñecas, y mi mente ansiosa creaba cualquier armonía para llenar el silencio. Debía sentir la música. Debía vivirla.

Me dirigí al salón principal, pasando por la cocina y tomando una manzana roja extremadamente apetitosa, antes de abrir las largas cortinas del salón. Más luz atravesó los ventanales y me deleitó con esa amena claridad.

Corrí el banquillo del piano y me senté, dejando la fruta a un lado del atril. Cerré mis ojos, respiré hondo y dejé que mis dedos bailaran sobre las teclas de marfil, sintiendo aquello que hacía mucho tiempo no podía experimentar, esa libertad de expresión que solo es capaz de regalar el arte, porque entendí que la música no siempre se puede acompasar en partituras, se trata de sentir las melodías e interpretarlas en tus propios sentimientos. Y eso..., eso era lo mejor del mundo.

Abrí mis ojos al sentir el roce del viento contra mi brazo. La manzana no estaba donde la había dejado y tenía una mordida. Fruncí el ceño, totalmente extrañada, antes de sentir la presencia de alguien justo detrás de mí.

Eterno atardecer  ©   (Ex Flawless love)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora