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Le temblaba la voz. La traidora reacción de cada una de sus terminaciones nerviosas hizo que su cerebro enviará mensajes de alarma a todo su ser. Sabía muy bien que no podía dar rienda suelta a sus senti­mientos hacia Henry.

—Te he echado de menos, Emma— susurró Henry, ignorando la advertencia escrita en los ojos femeninos—. De la cabeza a los pies —añadió, bajando la cabeza hacia ella, con la boca a sólo unos centímetros.

—Henry— susurró Emma otra vez, tratando de hacer acopio de valor para apartarse de él.

Pero en ese momento la boca masculina acarició la suya, y Emma sintió que toda su firmeza se desvanecía.

Henry besaba igual que hacía todo lo demás, muy bien, y Emma se sujetó a su camisa, casi sin aliento, mientras él le hacía olvidar todo cuanto la rodeaba.

Fue un beso glorioso, pensó Emma con un suspiro, rodeando el cuello masculino con los brazos y besándolo a su vez. Maravillosamente glorioso. Hacía años que ningún hombre la besaba así.

Años desde que se había permitido el lujo y el placer de sentir tantas y tan profundas emociones. Y por un momento las disfrutó, olvidando su firmeza y resolución para mantener a raya sus sentimientos hacia Henry.

Emma siempre había sabido que a pesar de su reacción física hacia él, emocionalmente no podía permitir que Henry se apoderara de su corazón. Eran personas muy diferentes, con deseos, necesidades y formas de vida muy distintas, y por mucho que adorara a su cuñado, sabía que jamás podría cambiarlo. Cosa que, por otro lado, tampoco deseaba.

Por eso lo aceptaba tal y como era, el hombre más amable, cariñoso y generoso que había conocido, pero siendo muy consciente de que no estaba hecho para ella.

—Henry.

Emma susurró su nombre una vez más, apoyó las manos temblorosas contra su pecho, y le apartó, aunque sin dejar de sujetarse a su camisa, por temor a perder el equilibrio y caer al suelo.

-Perdón.

La puerta principal se cerró con un golpe seco, más fuerte de lo necesario, y Henry y Emma se separaron de un salto y se volvieron a mirar a James.

Emma se ruborizó, y miró a Henry. Por lo visto, besarse en los labios con tu cuñado en mitad de una cita con otro hombre no estaba considerado de muy buena educación a juzgar por la expresión en el rostro de James.

—James —dijo Emma en tono inseguro. Después aspiró hondo e hizo un esfuerzo por sonreír—. Quiero presentarte a Henry Cavill, mi cuñado. Henry, éste es el señor Beardsley, el subdirector del colegio donde trabajo.

— Soy James— dijo Beardsley, avanzando hacia Henry con la mano extendida—. Un gran amigo de Emma. Y de las niñas.

—Eso me han dicho— dijo Henry, en un tono de voz que inquietó ligeramente a Emma.

Henry tomó la mano de James y la estrechó con fuerza, provocando una ligera mueca de dolor en la cara del hombre.

—Las niñas me han hablado mucho de ti —añadió

Henry, en un tono de voz que quería ser una advertencia.

—No me digas —dijo James—. Ya sabes lo dramáticos que pueden ser los niños.

—No, no lo sé —dijo Henry —. ¿Por qué no me lo explicas tú, Jim? —añadió, mirando al salón medio en penumbra a la luz de las velas.

—Me llamo James —le corrigió Beardsley, tensamente.

— ¿Por qué está todo tan oscuro, Emma? ¿Se te ha olvidado pagar la factura de la luz? —preguntó Henry, ignorando la corrección de James.

Y sin esperar respuesta, recorrió todo el salón apagando velas y encendiendo luces, y terminando con cualquier atisbo de romanticismo.

— Así está mucho mejor —dijo satisfecho— . Ahora cuéntame lo que ibas a decirme de las niñas. Aunque te advierto —se detuvo al lado de Beardsley y apoyó las manos en las caderas—, que siento una gran debilidad por las dos, y no creo que me haga ninguna gracia escuchar palabras críticas con ellas. Claro que si estás dispuesto a arriesgarte, dispara — concluyó Henry con una forzada sonrisa en los labios.

James se movió nervioso, y sonrió débilmente.

—Sí, para mí son dos niñas encantadoras —aseguró el hombre, nervioso.

— ¿Ah, sí? —preguntó Henry —. No era eso lo que tenía entendido.

—Henry —susurró Emma dándole un codazo en la espalda—. Compórtate, por favor, y sé bueno. James es mi cita.

—Oh. Creía que sólo era tu jefe —dijo Henry, Emma miró a James.

—En absoluto —aseguró James, en tono irritado, tratando de hacerse con las riendas de la conversa­ción—. Emma y yo somos mucho más que empleada y jefe. ¿No es así, querida? —preguntó con una sonri­sa, y sin molestarse en esperar la respuesta de Emma continuó hablando. En los últimos meses nuestra relación se ha estrechado mucho.

— ¿No existe una normativa o ley que prohíbe las relaciones personales entre empleados y jefes en los colegios? —preguntó Henry, mirando a Emma, que echaba chispas de rabia por los ojos ante la indiscreción de Henry.

—No, no la hay —dijo James, alisándose el cuello de la camisa.

—Pues debería haberla —dijo Henry, alegremente, guiñando un ojo.

—Nuestra relación personal es eso. Personal — explicó James, en un tono de voz que habría helado el agua del jarrón de rosas, y que dejaba muy claro que su relación con Emma no era en absoluto asunto de Henry.

Divertido, Henry se limitó a arquear una ceja.

— ¿No me digas?

Al ver la carísima botella de vino francés que esperaba sobre la mesa, Henry se acercó y sin dudarlo dos veces se sirvió en una de las copas.

— ¿Es por algo en especial? —preguntó inocentemente, alzando la copa en el aire.

Henry estudió el líquido burdeos al trasluz durante un breve momento, como si fuera un experto enólogo, antes de llevarse la copa a los labios y apurarla de un largo trago. James, al verlo, palideció de rabia.

—Ese vino era para acompañar nuestra cena —le espetó el hombre furioso.

—Estupendo —dijo Henry acercando una silla a la mesa elegantemente preparada para dos comensa­les—. Estoy muerto de hambre. ¿Cuándo cenamos?

James ignoró la pregunta de Henry sobre la cena y preguntó: —¿Hasta cuándo te quedas, Henry?

—Oh, no lo sé, una temporada —dijo Henry.

— ¿Una temporada? —repitió James con incredulidad.

—Sí —dijo Henry con una sonrisa—. Las niñas me invitaron para el Día de Acción de Gracias y he decidido aceptar la invitación.

—Pero aún falta más de un mes para el Día de Acción de Gracias —observó James.

Emma trató de ocultar su alegría. La idea de tener a Henry durante todo un mes en casa la llenaba de alegría, aunque también de preocupación. Alegría porque sus hijas estarían encantadas, y preocupación porque no sabía si sería capaz de mantener sus emociones bajo control teniendo a Henry viviendo tanto tiempo bajo el mismo techo.

Pero conociendo a Henry, probablemente el mes se quedaría reducido a un par de semanas. Henry era incapaz de estar mucho tiempo seguido en un mismo sitio, y menos estar de brazos cruzados, sin tener nada que hacer.

—Sí, lo sé —dijo Henry a James con una sonrisa y un encogimiento de hombros—. Pero tenía tiempo libre y decidí venir a hacer compañía a las niñas.

—Henry, no estarás herido, ¿verdad? —preguntó Emma preocupada.

Henry sólo volvía a casa a pasar temporadas más largas si había resultado herido y necesitaba descansar.

—No más que de costumbre —respondió Henry, restando importancia al asunto. Alzó los ojos hacia las escaleras—. Supongo que las niñas ya están durmiendo.

—Cuando has llegado acabábamos de meterlas en la cama —le aseguró James, en un tono que irritó aún más a Henry.

¿Cómo que «acabábamos»?, pensó Henry. ¿Desde cuándo ese hombre tenía ningún derecho a ocuparse de sus hijas? — 

Suyas por DerechoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora