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—Niñas, lo digo muy en serio, se los digo por última vez.

Enfadada, Emma Cavill cruzó los brazos, al pie de la escalera del salón, mirando hacia la habitación de sus hijas gemelas, en el segundo piso.

—Son casi las diez. Hace rato que tenían que estar las dos metidas en la cama y durmiendo.

Un poco cohibida, Emma sonrió a James Beardsley, que estaba pacientemente sentado en el sofá, esperando a que las niñas se durmieran por fin para poder cenar y disfrutar de un rato de intimidad con la madre de las pequeñas.

—Basta de risitas y susurros, y a dormir —ordenó Emma, tratando de que su voz sonara firme—. O mañana se quedarán las dos sin película y sin pizza.

Emma miró de nuevo a James, sintiendo un poco de lástima por él. Aquella cita con el subdirector del colegio donde trabajaba, la primera cita romántica que tenía con un hombre en mucho tiempo, no era exactamente la velada tranquila y romántica que él sin duda había planeado.

La chimenea del salón estaba encendida, y las llamas chisporroteaban alegres. Unas cuantas velas distribuidas por toda la habitación proporcionaban una suave luz y un aura dorada de romanticismo al salón medio en penumbra. En una mesa, aperitivos y canapés fríos esperaban junto al jarrón de cristal donde Emma había colocado la docena de rosas rojas de tallo largo que James le había llevado. Para acompañar la cena, James también había llegado con una carísima botella de vino francés, ahora ya abierta en la mesa, a la espera de que la pareja se sentará a disfrutarla.

La mesa estaba preparada, el ambiente era acogedor y romántico, pero hasta el momento no habían podido hacer más que ocuparse de las dos gemelas e intentar que se acostaran y durmieran de una vez.

Claro que Emma no sabía si estar enfadada con sus hijas, o agradecida.

Tampoco estaba convencida de estar preparada para volver a salir con un hombre. Como viuda y madre de dos niñas gemelas de seis años, tenía grandes responsabilidades, y muchas veces se sentía mucho más mayor de lo que era en realidad: cuando sus compañeras estaban empezando sus carreras profesionales y sus matrimonios, ella ya se había casado, había enterrado a un marido, había tenido gemelas, y todavía había sido capaz de desarrollar una satisfactoria carrera profesional en la enseñanza.

James era el subdirector del colegio donde ella impartía clases. Era un hombre amable, rubio, con entradas, que si de algo no pecaba era de ser atractivo y rezumar sensualidad, motivos principales por los que Emma había accedido a salir con él.

Lo que menos deseaba Emma en aquel momento en el que estaba empezando a explorar ese nuevo sendero de relaciones con hombres era añadir un elemento de atractivo sexual a la mezcla, que no sólo complicaría muchísimo las cosas sino que además la asustaba terriblemente.

Por eso, consideraba la cita con James más como una versión adulta de un experimento científico que como el primer paso hacia una loca aventura de lujuria y pasión.

Emma había sido muy sincera con él, dejándole bien claro que la cita era una forma de ver si estaba preparada para volver a salir con un hombre.

James le había asegurado que se hacía totalmente cargo de la situación, y que no le importaba.

Aquella velada, sin embargo, estaba poniendo a prueba su paciencia y su comprensión. Igual que la de Emma.

—Se me está acabando la paciencia, niñas —añadió Emma, al oír que las risitas de las niñas continuaban en el piso de arriba.

En ese momento sonó el timbre de la puerta. Emma miró a James. Su casa, que compartía con su madre, las dos gemelas de seis años, y la colección de animales extraviados, tanto de dos como de cuatro patas, que las niñas y su madre no dejaban de recoger y llevar, parecía más un circo de tres pistas que el hogar perfecto y ordenado al que probablemente James estaba acostumbrado.

Suyas por DerechoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora