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Furioso consigo mismo por cómo habían ido las cosas, Henry pasó el resto del sábado y buena parte del domingo como casi todo el mundo en la ciudad de Chicago y los alrededores: limpiando la nieve.

Limpió la nieve de la entrada asfaltada para coches que conducía desde la calle a la casa, la de las aceras que rodeaban la casa y daban acceso a las puertas de entrada, y cuando terminó, muerto de frío y agotado, buscó algo más que hacer. Cualquier cosa para estar ocupado y no pensar.

¿Cómo podía haberlo hecho tan mal?, se preguntó. Jamás había pensado que Emma lo rechazara. Ahora se preguntaba cómo podía haber sido tan estúpido.

No lo sabía.

Para cuando las niñas y Carme regresaron a casa el domingo por la tarde, poco después de que los trenes de cercanías y el metro volvieran a funcionar de nuevo, Emma y él estaban haciendo lo imposible para evitarse.

El domingo por la tarde, Henry estaba en su habitación, cuidando de su corazón destrozado y el hombro, que lo tenía casi tan dolorido como cuando había salido del hospital. Probablemente limpiar nieve durante cinco horas y media no era exactamente lo que quería decir el médico cuando le recomendó que descansara.

-¿Tío Henry?

Carrie y Marie estaban en la puerta de su habitación, viéndolo trabajar en el ordenador. Llevaba un par de meses retocando y ordenando fotos que había hecho a las gemelas desde que nacieron, ya que había pensado en hacer un álbum de fotos especial para Emma como regalo de Navidad.

—Hola, niñas —dijo, levantando la cabeza del ordenador con una sonrisa—. ¿Lo han pasado bien en el centro?

—Lo pasamos genial, tío Henry —dijo Marie saltando en la cama y cruzando las piernas—. Comimos en un hotel. Yo un perrito caliente y patatas fritas.

—Sí, y yo me comí un perrito caliente, y dos bolsas de patatas fritas —dijo Carrie, saltando a la cama al lado de su hermana—. ¿Qué hicieron mamá y tú?

Henry se quedó paralizado.

— ¿Qué... er... que hicimos su madre y yo? — repitió nervioso.

Desde luego no iba a decirles que Emma y él se habían pasado la noche haciendo el amor apasionadamente.

—Fui a recogerla al colegio con su trineo.

— ¿Nuestro trineo? — Marie pataleó, entusiasmada—. ¿De verdad usaste el trineo para ir a recoger a mamá al colegio?

—Ya lo creo que sí —confirmó Henry con una sonrisa.

Se levantó de la silla y se sentó en la cama en medio de las dos niñas. Pasó a cada una un brazo por los hombros y se cruzó de piernas, al estilo indio, en la misma postura que estaban ellas.

— ¿Y después qué hicisteis? —preguntó Carrie.

—Después cenamos —Henry miró primero a una y luego a la otra—. Fue como un picnic, pero dentro de casa. Cómo no teníamos electricidad, ni luz, ni calefacción, puse una parrilla de las del horno en la chimenea y así cocinamos unos filetes y asamos unas patatas.

— Como mola —dijo Marie—. ¿Podemos hacerlo alguna vez también nosotras, tío Henry? —preguntó, tapándose la boca con la mano, tratando de reprimir un bostezo.

—Claro, cariño. No creo que a su madre le importe.

— ¿Tío Henry? ¿Nos vas a venir a buscar al colé mañana? —Preguntó Carrie, frotándose en la nariz—. Porque tenemos ensayo de ballet, ¿te acuerdas? Para el recital. Tenemos que estar allí a las tres y media, y para entonces mamá aún no habrá terminado en el colé.

—A ver, yo tengo que recogerlas y llevarlas al ensayo, y después su madre las recogerá cuando salga del colé, ¿verdad? —dijo Henry, orgulloso de haberse acordado.

—Sí, tío Henry. Y mañana es lunes, tío Henry —le recordó Carrie.

Intercambió una mirada de complicidad con su hermana y se frotó el estómago.

—Y los lunes nos devuelven los exámenes de ortografía.

Desde la llegada de Henry, todos los lunes habían pedido pizza para cenar. A las niñas les encantaba, y así Emma no tenía que cocinar.

—Sí, lo sé —dijo él—. Y si no me acuerdo mal les prometí que podíamos pedir pizza si aprobaban el examen.

Las dos niñas sonrieron encantadas.

—Así es, tío Henry. Y las dos lo hemos hecho muy bien —le aseguraron las dos a la vez.

—Seguro que lo aprobamos —dijo Carrie.

—Oye, tío Henry, ¿cuándo nos vas a decir qué es lo que estás haciendo en el garaje de los carruajes? — preguntó Marie, cambiando bruscamente de tema.

Henry se echó a reír.

—Se los diré cuando llegue el momento. Ya les dije que era una sorpresa.

— ¿Para quién es? —preguntó Carrie con curiosidad.

—Es una sorpresa para su madre, preciosa — dijo él, bajando el tono de voz, sintiendo cómo su corazón se entristecía de nuevo—. Es una sorpresa que he preparado para su madre.

Henry pensó en Emma, en la maravillosa noche de sábado que había vivido con ella, en lo feliz que había sido durante aquellas breves y esperanzadoras horas compartidas con ella.

Pensó también en el hecho de que ella no quería casarse con él. Emma no quería ser su esposa, ni tampoco deseaba compartir su vida con él. Henry miró a las niñas y sintió que el corazón se le hinchaba de amor por ellas. Al menos aún tenía a sus dos hijas, pensó.

Sí, aún tenía a sus hijas, al menos de momento, pero él a quien quería, a quien también necesitaba era a Emma.

—A mamá le encantan las sorpresas —dijo Carrie, acercándose más a él.

—Sí —añadió Marie—. Pero ¿nos lo vas a decir pronto? Tenemos mucha curiosidad. No sabemos cuánto tiempo más podremos aguantar.

—Lo sabrán muy pronto —les prometió él.

Aunque en realidad lo que estaba pensando era que había sido él quien se había llevado la verdadera sorpresa cuando Emma había respondido con una negativa a su propuesta de matrimonio.

Suyas por DerechoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora