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—Rizzo, querido —ronroneó Carme, poniendo el CD otra vez desde el principio—. Me gustaría volver a probar ese paso nuevo. El que me enseñaste la semana pasada.

Asintiendo, Rizzo se colgó el puro sin encender de las comisuras de los labios y caminó hacia Carme.

—Claro, muñeca, lo que tú digas.

Acababan de empezar a moverse al ritmo de la música cuando sonó el teléfono.

—Oh, tengo que contestar —dijo Carme — Henry está esperando que le traigan no sé qué.

Quitándose el pendiente de la oreja y tarareando suavemente, Carme se acercó al teléfono a responder.

-¿Diga?

—Hm,... madre, soy Emma.

—Sí, querida, después de treinta años creo que reconozco tu voz —dijo con una sonrisa la madre.

Al instante se dio cuenta de que ocurría algo, y una punzada de miedo la hizo sentarse en una silla, sin fuerzas en las rodillas.

—Emma, ¿qué ocurre? —Preguntó Carme, el corazón latiéndole con fuerza—. ¿Qué ocurre, querida? ¿Les ha ocurrido algo a las niñas?

—Oh, no, mamá, las niñas están bien. Pero necesito tu ayuda.

—Cariño, no te preocupes —dijo Carme, tranquilizándola— . Estoy aquí, querida. Pase lo que pase, estoy aquí y puedes contar conmigo para lo que sea, ya lo sabes. ¿Puedes decirme exactamente qué es lo que pasa?

Rizzo estaba de pie delante de ella, con una expresión de preocupación en el rostro. Le tomó una mano entre las suyas y le dio una palmadita para tranquilizarla.

—Verás, madre, Henry está detenido en la comisaría y necesito que vengas a buscar a las niñas.

Estupefacta, Carme parpadeó, tratando de digerir rápidamente lo que acababa de escuchar.

— Ya veo, querida —dijo, aunque lo cierto era que no entendía nada—. Dime dónde estás, querida, y Rizzo me llevará inmediatamente.

—Estoy en la oficina del sheriff, mamá. Tengo que pagar la fianza para que pongan a Henry en libertad.

— ¿La fianza? —repitió Carme.

Preocupada, miró a Rizo, que no perdía detalle de la conversación. Éste asintió con la cabeza, como diciéndole que haría cualquier cosa que le pidiera o necesitara de él.

—No temas, querida. Enseguida estaremos ahí. Y no te preocupes, no tardaremos más de quince minutos.

Carme colgó el teléfono y miró a Rizzo.

— ¿Estás bien, muñeca? —preguntó el hombre, sin quitarse el puro sin encender de la boca.

—Sí, querido, pero tengo que ir a la oficina del sheriff a buscar a las niñas.

— ¿Han encerrado a tus nietas? ¿A quién se le habrá ocurrido semejante estupidez? Estarán muertas de miedo. Dime quién lo ha hecho —quiso saber Rizzo, considerándolo un auténtico ultraje y dispuesto a hacer lo que fuera necesario para deshacer el entuerto—, y yo me ocuparé de todo.

—Gracias, querido, pero no será necesario. No son las niñas las que están encerradas, si no Henry.

—¿Han encerrado a Henry? —repitió Rizo, con el ceño fruncido—. ¿Qué demonios ha hecho?

—No lo sé, querido —dijo Carme, corriendo al armario a buscar su abrigo—. Pero creo que estamos a punto de averiguarlo.

— ¡Abuela! ¡Abuela! — Marie echo a correr hacia su abuela, que la recogió en sus brazos—. ¿A ver si lo adivinas? El tío Henry le ha dado un puñetazo en la cara al señor Beardsley.

Suyas por DerechoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora