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Cuando Henry se despertó en la cama de Emma, las luces estaban encendidas. Debía haber vuelto la electricidad por la noche, y aunque la calefacción estaba encendida, probablemente la casa tardaría varias horas en calentarse. Afortunadamente, Emma y él se habían mantenido calientes mutuamente.

La miró dormida a su lado, la melena oscura sobre la cara, un brazo sobre la cabeza, y una media sonrisa en los labios.

Debían haber dormido un par de horas. El resto del tiempo lo habían pasado devorándose mutuamente, insaciables, incapaces de satisfacer el deseo que habían alimentado durante tantos años.

Henry se levantó de la cama desnudo. Tenía el cuerpo dolorido, y pensó que hacía muchos años que no hacía el amor con una mujer sobre el suelo duro, probablemente desde la adolescencia.

Se acercó descalzo a la ventana y echó un vistazo al exterior. Por fin había dejado de nevar. Tras comprobar que Emma seguía durmiendo, se puso unos vaqueros, y bajó a la cocina a preparar café.

En el salón, recogió los edredones que habían quedado esparcidos por el suelo, los dobló y los dejó sobre el sofá. Todas las velas se habían consumido, y ahora las recogió y las llevó a la cocina para echarlas a la basura.

Después buscó la cafetera. Por suerte, sabía dónde estaban todas las cosas, y no tardó en tener la cafetera al fuego.

Mientras esperaba apoyado en la encimera, se dio cuenta de que no tenía ni idea de la hora. La noche anterior se habían parado todos los relojes de pared de la casa, y el suyo estaba arriba, en la mesilla de Emma.

La noche anterior había sido increíble, pensó. Era la única palabra para describirlo. A pesar de todas las veces que había imaginado hacer el amor con Emma en los últimos diez años, nunca pensó que podría ser como había sido.

Sin dejar de pensar en la noche anterior, Henry sacó dos tazas del armario y llenó una de café. Después sacó huevos y bacon de la nevera, y empezó a preparar el desayuno.

Emma seguía dormida cuando él entró en la habitación con la bandeja del desayuno. La dejó en la mesita, y se sentó en el borde de cama.

Sonriendo, se inclinó hacia delante y empezó a depositar un reguero de besos por la nuca y la espalda. Emma gimió, se movió, levantó la cabeza y se apartó el pelo de la cara.

— ¿Aún seguimos vivos? —musitó, mirándolo con los ojos entrecerrados.

— Apenas, creo —respondió él, besándola en los labios.

Ella le besó a su vez, y después frunció el ceño.

— ¿Qué hora es?

Emma se sentó en la cama, y se cubrió con la sábana, una reacción un tanto ridícula después de todo lo que habían compartido la noche anterior.

— ¿Eso es café? Dame —ordenó, extendiendo la mano hacia la taza humeante que había en la bandeja.

—Con cuidado, quema —le advirtió él, pasándole la taza con cuidado.

Emma sorbió un trago, y esperó a que la cafeína le hiciera el efecto deseado.

—Ah, un hombre capaz de preparar un café decente por la mañana es sin duda el hombre que necesita mi corazón —murmuró, cerrando los ojos con satisfacción.

—En eso tienes razón, Emma. Soy un hombre que necesita tu corazón.

Emma abrió los ojos y lo miró con suspicacia.

— ¿Qué quieres decir?

Henry sonrió.

—Lo que has oído, Emma, que soy un hombre que necesita tu corazón —repitió, pensando que aquél era el momento perfecto. Le dio un beso en el hombro—. No quiero que pienses que de ti sólo quiero tu cuerpo.

—Henry, tengo que admitir que lo de anoche fue maravilloso. Increíble.

Emma sacudió la cabeza riendo, todavía incapaz de creer lo que había habido entre ellos. Era milagroso. Era la única palabra que se le ocurría. Ahora, por fin entendía el poder de hacer el amor con alguien a quien se ama de verdad. Ahora sabía que estaba locamente enamorada de Henry, y que lo había estado desde hacía mucho tiempo.

—Pero me estás poniendo nerviosa, Henry —admitió—. ¿Puedes explicarme lo que estás diciendo? Los juegos de palabras no se me dan muy bien.

— A mí tampoco, Emma —Henry la miró a los ojos—. Emma, quiero casarme contigo.

Suyas por DerechoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora