EPILOGO

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Día de Acción de Gracias Un año más tarde

¿Papá? ¿Por qué vamos a casa de la abuela y el abuelo Rizzo a comer el pavo? —Preguntó Carrie, sentándose en el regazo de su padre para que éste le atara las hebillas de los zapatos de charol negro—. ¿Por qué no comemos el pavo aquí, como hacemos siempre?

Henry pasó un brazo alrededor de su hija para abrocharle los zapatos.

— Verás, cielo, como es el primer Día de Acción de Gracias en la casa nueva de la abuela y el abuelo Rizzo...

— ¿Te refieres desde que se casaron? —preguntó Carrie.

Henry asintió con una sonrisa.

—Así es, cielo. Desde que se casaron. Y recuerda que mamá y yo les explicamos que como mamá va a tener pronto al nuevo hermanito cualquier día...

— Mamá dice que en cualquier segundo —interrumpió Marie, bajando las escaleras de dos en dos, llevando en las manos el enorme pavo naranja y marrón de papel que había hecho en el colegio para llevar a la casa de la abuela.

Henry se echó a reír, y sujetó a su otra hija, sentándola también en su regazo, para ver si llevaba bien abrochados los zapatos.

— ¿Se acuerdan de lo que les he dicho, niñas?

Las dos asintieron con la cabeza.

— Que mamá está muy grande e incómoda, y que hasta que nazca el bebé seguramente estará un poco... ¿irritable? —explicó Carrie, frunciendo el ceño como si tratara de recordar exactamente las palabras de su padre—. Y que tenemos que ayudarla todo lo que podamos.

— Exactamente —dijo Henry con una sonrisa—. Y por eso este año es la abuela quién va a preparar la cena de Acción de Gracias.

— Y el año que viene —continuó Marie—, comeremos aquí el pavo...

— Con nuestro nuevo hermanito o hermanita, ¿verdad, papá? —terminó Carrie.

Henry asintió, casi tan emocionado como sus hijas. Se había perdido tanto de los primeros años de la vida de las niñas que la idea de estar presente veinticuatro horas al día para su próximo hijo, de tener a todos sus hijos y a toda la familia reunidos alrededor de la mesa, le llenaba de alegría y emoción.

— ¿Henry?

— Aquí está mamá, niñas —dijo Henry, dejando a las dos niñas en el sofá—. Voy a subir a ayudarla a bajar las escaleras.

Henry subió las escaleras y tomó la mano de Emma.

— Estás preciosa, Emma —dijo Henry con una sonrisa.

— Sí, eso díselo a alguien que no necesita una grúa para ir de un sitio a otro —respondió Emma, frotándose el vientre.

Apoyándose en la mano de Henry, dejó que éste le ayudara a bajar lentamente las escaleras.

Henry se rió, y se llevó la mano a los labios para darle un beso.

— Las niñas han hecho un centro de mesa precioso para llevar a casa de tu madre —dijo, orgulloso, mientras Marie le enseñaba el pavo de papel, como si estuviera a punto de echar a volar.

— Sí, mucho me temo que tendremos que hacer una parada antes de llegar a casa de mi madre.

— Una parada —dijo Henry, abriendo la puerta del armario para sacar el abrigo de Emma.

De repente, se detuvo bruscamente al ver la expresión en la cara de Emma y el abrigo se le cayó de entre los dedos al suelo.

— Oh, no —Henry se puso blanco como el papel—. ¿Ahora?

Emma se frotó el estómago una vez más y suspiro.

— Me temo que sí, Henry —dijo ella, logrando esbozar una sonrisa, a pesar de que estaba empezando a tener contracciones—. Creo que será mejor que pasemos primero por el hospital.

Por un momento, Henry se quedó paralizado. Después, entró en acción.

— Niñas, ¿Se acuerdan de lo que hemos ensayado? Ahora ha llegado el momento —dijo, dando órdenes como un sargento—. Marie, tú ve a buscar la maleta de mamá y la del bebé de la cocina. Carrie, tú llama a la abuela. El número de teléfono está junto al teléfono, como hemos ensayado.

- ¿Papá? —Carrie se detuvo delante de él, mirándolo con los ojos muy abiertos—. ¿Qué vas a hacer tú?

Emma se echó a reír.

— Papá se va a sentar un momento —dijo, tirando ligeramente de él para que se sentara en el último escalón de las escaleras—. Pon la cabeza entre las piernas un minuto, Henry. Y respira, cariño. Sólo respira.

— Pero el bebé...

— El bebé no va a ningún sitio —sonrió ella, en un intento por tranquilizarlo—. Siéntate.

Henry se sentó un momento, y respiró profundamente varias veces para tranquilizarse.

—Tengo la maleta, mamá —dijo Marie saliendo de la cocina corriendo, con la maleta en la mano.

— Y yo he llamado a la abuela —dijo Carrie.

Emma se agachó para mirar a Henry a la cara.

— ¿Estás bien, papá? —preguntó, tratando de no reírse.

Le puso una mano en la mejilla, sintiendo que el amor por él le llenaba el corazón. Aquel hombre que había esquivado balas y muchas más cosas en el ejercicio de su profesión estaba totalmente asustado ante la idea del parto de su próximo hijo. Era adorable.

— Sí —dijo Henry, aclarándose la garganta. Se levantó y deseó que sus piernas no le temblarán—. Sí, estoy bien.

Posó un brazo sobre el hombro de Emma.

— He esperado mucho tiempo a que llegará este día, Emma. Mucho tiempo para ser padre y marido, y tener una familia. Mi familia. Y tú me lo has dado, Emma. Tú me lo has dado todo —la besó en la frente—. Te quiero.

— Yo también te quiero, cielo, pero a menos que quieras añadir a tu curriculum «experiencia en asistencia en partos» más vale que nos pongamos en marcha y vayamos al hospital.

Henry sonrió, y después miró a sus dos hijas.

— Niñas, vamos a tener a ese niño.

Ese niño que en realidad resultó ser no un niño, sino dos. Dos gemelos idénticos.

A pesar de la decepción que se llevaron al ver que los dos bebés eran calvos como pelotas, las niñas estaban encantadas, convencidas de que su madre había preparado el doble nacimiento para que cada una tuviera un hermanito con quien jugar y a quien mimar sin tener que pelearse con la otra.

Al atardecer de aquel Día de Acción de Gracias, Henry se relajó satisfecho en un sillón junto a la cama del hospital donde Emma descansaba, mientras las niñas jugaban sin hacer ruido sentadas en el suelo, y los dos nuevos miembros de la familia dormían en sus cunas.

— Papá, no hemos podido utilizar el centro de mesa que hemos hecho en el colé —dijo Marie, frotándose los ojos.

— No importa, cielo —dijo Henry, sentándola en su regazo—. Podemos ponerlo en la mesa de la cocina cuando volvamos todos a casa.

— Pero entonces ya no será Acción de Gracias — protestó Carrie.

Henry se limitó a sonreír, y a atraerla hacia sí.

— La verdad, cielo, en lo que a mí respecta, cada día que estamos juntos es un día para dar gracias.

Y Henry supo, al recostarse de nuevo en el sillón, feliz con su esposa a su lado, sus nuevos bebés en sus cunitas, y sus dos hijas mayores en los brazos, que un hogar no era sólo un lugar físico, sino un sitio para siempre en el corazón.



FIN!! 

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