Prefacio

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Delany

Rojo.

Lápiz labial rojo porque, según internet, representa todo lo que se supone debería sentir en un momento así: a solo una semana de casarme, del día más feliz de mi vida, o eso decían los lemas de los paquetes de bodas.

«Marketing».

¿Alguna vez se preguntaron cómo saber si eres feliz? Bueno, no, yo tampoco lo sabía.

«Vamos, no es momento para hacerte esa pregunta, claro que eres feliz: tienes un gran empleo, pronto terminarás tu maestría y en una semana te casarás con el amor de tu vida», me reprendí.

Tomé mi abrigo y salí del departamento en dirección al carro. El clima era cálido, aunque la brisa se colaba por entre mis piernas haciéndome estremecer. Sí, tu imaginación no ha fallado, iba prácticamente desnuda: un sujetador de encaje fino, medias, tanga y por supuesto, unos sexis ligueros, además claro, de unos elegantes zapatos de aguja.

Un regalo, eso es lo que planeaba.

Aparqué frente aquella casa blanca como la nieve que albergaba a mi futuro esposo.

«No lo pienses tanto, solo entra, le gustará», me animé en un intento de calmar mis manos sudorosas y mi respiración acelerada que amenazaba con ahogarme justo ahí, lo cual habría sido cómico: «¡muere a causa de los nervios de ir en tanga como regalo para su futuro esposo!».

Con movimientos lentos me escabullí en aquella estancia tan familiar, donde había pasado veladas con él y sus amigos viendo partidos de fútbol o, junto a él en la cama. Me deshice del abrigo y lo colgué sobre el perchero de la entrada.

Entonces lo escuché.

Ese sonido que solía profesarse entre las sombras como señal de agradecimiento, esa armonía entre cuerpos unidos, el canto de los amantes.

A mi cerebro le bastó escucharlo, mas mi corazón imploró que le permitiera verlo; y fue así como mis pies llegaron al frente de la habitación abierta de par en par, y cómo no, si se suponía que yo me encontraba fuera de la ciudad.

Esa melena azabache y esa piel tan clara como la misma porcelana, solo podía pertenecer a aquella chica que durante dos años se había sentado ocho horas diarias a mi lado en la oficina.

Quizás fue el golpeteo estridente de mi corazón contra mi pecho o, el ruido desmesurado de mis lagrimas al chocar en la pulcra baldosa bajo mis pies, lo que hizo que él levantara el rostro del trasero de Ximena para contemplarme.

No esperé su respuesta, sino que di media vuelta y salí de ahí como si la misma muerte me persiguiera.

«Creo que la boda se cancela».

«Creo que la boda se cancela»

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