CAPÍTULO 8

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Aproveché que mi madre salió de casa, para poder darle el último recorrido a ese lugar que me había protegido durante años. Las paredes que me vieron llorar, reír y soñar un sinfín de ocasiones, no querían que me alejara de ellas, de ese fuerte en el que se habían convertido; pero era hora de decirles adiós no sabía si por unos meses o para siempre. No quería ponerme sentimental ahora porque no me ayudaría en nada.

—¿Estás segura de que tienes que hacer esto? —preguntó mi primo mientras bajaba las escaleras.

Me giré para impedir que me viera llorar. Aunque pensé ser fuerte, en cuestión de minutos mis ojos se aguaron al recordar todo lo que pasé aquí. Se acercó a mí con cuidado y tacto, escuché sus pasos a centímetros y después sentí sus brazos rodeándome por la cintura.

—Iré con mi tía, quiero despedirme de ella —comenté alejándome de él, sin importarme que se quedara inmóvil en la cocina, viéndome cómo subía las escaleras sin ninguna clase de remordimiento en el rostro.

Mientras que por dentro quería morirme y me sentía la peor persona del mundo por haberle hecho eso. Pero tenía que hacerlo, no quería ponerme peor de lo que ya lo estaba. No quise voltear, para no ver su cara de decepción.

Me quedé unos segundos admirando la puerta de la habitación de Evangeline. Tenía sentimientos encontrados, quería despedirme pero a la vez pensaba que se pondría muy mal. Entendí que ya no podía permanecer más en esa casa si mi madre se encontraba ahí. Era ella o yo, y como Emma siempre ha sabido causar miedo, había conseguido quedarse.

Toqué la puerta una vez que el debate interno terminó y mis manos se movían sin parar aunque intentara calmarlas. Escuché un leve «adelante» así que tomé de la perilla y la giré, entrando a esa habitación que olía a medicinas igual que un consultorio médico. La mujer estaba sentada en la cama, tocándose el cabello mientras dejaba una caja de pastillas en la almohada.

—¿Qué pasó, hija? —Sus ojos me dieron a entender que sabía lo que estaba ocurriendo, pero no quise ser muy obvia.

—Me tengo que ir, tía, solo vengo a despedirme.

—¿Cómo es que tuvieron que llegar a esto? —se lamentó y se llevó la mano al rostro, tocándoselo muy angustiada.

Me acerqué hacia ella y con todo el cuidado que podía tener en ese momento, le impedí que lo siguiera haciendo, no soportaría si le ocurriera algo por mi culpa. Sus ojos analizaron mi rostro, no dejó ningún rincón de mi cara sin observar. Como si pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, cosa que ni yo misma podía llegar a entender.

—No es lo importante —intenté tranquilizarla y desvié la mirada—. Un día tenía que ocurrir esto, además, yo no quiero tener problemas con ella. Esta es su casa, así que...

—¿Casa de Emma? —cuestionó mirándome seria y alejándose un poco de mí para poder verme a los ojos.

—Bueno, eso es lo que dijo ayer.

—Esta mujer ya se volvió loca. Nuestro padre fue bueno, pero jamás tuvo un solo pelo de tonto. Sabía que Emma algún día vendría a pelear esta propiedad. Pero no pensaba que fuera cuando yo estoy moribunda.

Esa palabra me atravesó el pecho, como si fuera una daga o una flecha. Podía sentir el pinchazo en el lado izquierdo mientras mi cerebro se negaba a aceptar esta realidad. Si algo le pasaba a mi tía, yo me volvería loca, todo el tiempo repetía esas palabras como si de un mantra se tratase.

—No, por favor, no diga eso —intenté decir entre balbuceos.

—Es la verdad, mi niña. Quisiera ser optimista pero mi corazón no aguanta más, he vivido setenta y ocho años, algunos dirán que los viví bien, otros tendrán presente las cosas malas que he hecho, pero yo solo sé que me tocó vivir lo que Dios quiso que viviera. No le tengo miedo al futuro, pero sí temo por ustedes.

Desolado (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora