Capítulo 1

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—¡¡¡NO!!!

Me senté en la cama con el corazón latiendo a un ritmo desenfrenado. Gotas de sudor helado caían por mis sienes mientras respiraba agitada y con dificultad.

Un año y medio; ese era el tiempo que llevaba soñando cada noche con esa estúpida pesadilla.

La imagen era siempre la misma, aunque ligeramente borrosa: un hombre de rodillas a mi lado, mientras yo estaba tumbada en el suelo sin poder moverme. Y entonces pasaba: él levantaba su mano derecha empuñando un objeto delgado y alargado. ¿Un cuchillo, quizás? No lo sabía. La única verdad era que parecía demasiado real como para ser un simple sueño.

Siempre me despertaba en el momento en el que aquel hombre me clavaba el misterioso utensilio, y siempre había creído saber el porqué: no sobrevivía al ataque. No podía ser más desagradable.

Lo más desconcertante era que las imágenes siempre eran las mismas y, a pesar de no poderlas enfocar correctamente, en las últimas semanas había ido descubriendo algunos detalles noche a noche: la lámpara ocre en el techo; el hombre vestido siempre con esa camisa azul cielo; y ese colgante que pendía de su cuello.

Mi compañera de apartamento, Carme, estaba tan habituada a mis gritos nocturnos que ya no se molestaba en venir a despertarme. Pero yo era incapaz de acostumbrarme a ello. Cada vez se me hacía más insoportable meterme en la cama sabiendo que tendría que experimentar cómo alguien me apuñalaba en el cuello.

Miré la hora en mi teléfono móvil. Las cinco y diez de la mañana. Otro día que comenzaría demasiado temprano, añadiendo un tono más oscuro a mis ya pronunciadas ojeras.

***

Sonó el timbre que anunciaba que mi jornada laboral había terminado. Me encantaba mi trabajo. Ser profesora era lo que siempre había querido, y lo disfrutaba al máximo.

Enseñaba Dibujo Técnico en un pequeño instituto de las afueras de la ciudad, en el que todo el mundo nos conocíamos. No era difícil, ya que tan solo estudiaban en él poco más de trescientos alumnos. Eso hacía que, cada vez que terminaba un curso, llorase por cada uno de aquellos adolescentes que ya no volvería a tener en mi clase.

Estaba bajando las escaleras, rodeada del bullicio, cuando ocurrió: Xoán Fernández tropezó y rodó escalón a escalón. En cuanto terminó de caer, los gritos fueron insoportables. Me acerqué inmediatamente a él, y vi cómo se sujetaba el hombro.

—¡Olaia! —vociferaba — ¡Me duele mucho! ¡Me he roto el brazo!

La cercanía con mis estudiantes era tal, que los obligaba a que me llamaran por mi nombre. Odiaba los calificativos de señorita o profesora; no eran para mí.

—Xoán, tranquilo.

—¡No! ¡Me duele mucho!

Quince minutos más tarde una ambulancia había llegado, y los técnicos subían a Xoán en ella. A penas podía andar correctamente debido al dolor: se había dislocado el hombro.

—¿Es usted su madre? —me interrogó uno de los técnicos.

—No, soy su profesora, pero...

—¡Quiero que venga conmigo! —exclamó Xoán, desesperado.

Casi me arrepentí de aceptar acompañarlo durante el corto viaje. Con cada pequeño movimiento del vehículo, un nuevo alarido aumentaba la impotencia que sentía al no poder ayudar al chico.

En cuanto entramos en el hospital nos atendieron con urgencia. Sentaron a Xoán en una camilla y me quedé a su lado, dándole ánimos mientras esperábamos al doctor o doctora que nos atendería.

Entonces se abrió la puerta y... él entró.

Era alto y moreno, con los ojos de un castaño claro que rozaban el ámbar. Su bonita sonrisa mostraba una dentadura blanca y perfecta. Pese a ser delgado, tenía la espalda ancha, lo apuntaba a que hacía ejercicio regularmente. Nunca habría imaginado que una bata sanitaria podría sentarle tan bien a alguien.

—Hola —me saludó tendiéndome la mano —. Soy el doctor Castro.

Correspondí a su apretón de manos intentando no quedarme atrapada en sus ojos, aunque era difícil.

—¿Y qué tenemos aquí? —preguntó acercándose a Xoán —. Menudo golpe te has dado, ¿eh?

—¡Me duele mucho!

Xoán no paraba de quejarse, pero el doctor Castro no tardó más de un minuto en colocarle el hombro en el sitio con ayuda de un enfermero. Tras inmovilizarle el brazo y darle unos fuertes calmantes, Xoán comenzó a sentirse soñoliento mientras el doctor me explicaba cómo proceder en las siguientes semanas.

—...y no puede quitarse el cabestrillo hasta la próxima revisión. ¿Podría pasarse por aquí dentro de dos semanas con su... hermano?

Ese comentario me hizo sonreír. El técnico de ambulancia me había preguntado si era mi hijo. Obviamente, a mis veintiséis años, era muy joven para tener un hijo adolescente de dieciséis.

—En realidad es mi alumno.

Fue justo en ese momento en el que la madre de Xoán hizo acto de presencia, abriendo con un gran estruendo la puerta de la consulta.

—¡Mi pequeño! —dramatizó con los ojos puestos en su hijo —. ¿¡Estás bien!?

—Está bien, señora Fernández —aseguré para tranquilizarla —. Xoán se ha hecho una luxación en el hombro, pero...

—¿Luxación? —sollozó con los ojos muy abiertos —. ¿Qué ha ocurrido?

Le expliqué brevemente lo que había pasado y cómo había acabo yo en el hospital con su pequeño. Tras darme las gracias una y mil veces más, el doctor Castro comenzó a explicarle cómo sería la recuperación.

Cuando la madre de Xoán parecía un poco más tranquila, decidí que era hora de irme, pero no abandoné la consulta sola; el doctor Castro me siguió.

—Su alumno tiene suerte de tenerla como profesora, señorita...

—Suárez —contesté a su pregunta implícita —. Pero prefiero que me llamen por mi nombre: Olaia.

—Olaia —corrigió alzando la comisura de los labios y haciéndome sonrojar —. Mi nombre es...

—¡Doctor Castro! —gritó una enferma a unos metros de distancia —. ¡Tenemos una urgencia en la consulta ocho!

No pude evitar reparar en la cara de decepción que tenía él. ¿Acaso le molestaba no poder continuar con nuestra pequeña charla?

—Lo siento... tengo que irme —dijo comenzando ya a caminar hacia atrás —. Ha sido un placer, Olaia Suárez.

Me despedí con un simple movimiento de mano, viendo cómo me sonreía una última vez y desparecía por el pasillo. Lo que nunca podría haberme imaginado era que esa noche volvería a hablar con él. 

Elefante plateadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora