Capítulo 9

40 11 16
                                    

Desde que había conocido a Martiño, mi vida se había puesto del revés. Era como si yo misma me hubiese convertido en un tsunami devastador que arrasaba con todo lo que me encontraba a mi paso, pero en el buen sentido. Mi vida sencilla y tranquila se había convertido en una un poco más emocionante e interesante y la sonrisa no abandonada mi rostro aunque me lo propusiera.

Siete días.

Una semana.

Ese el era tiempo que llevábamos conociéndonos; pero no habíamos pasado ni un solo día sin hablarnos.

Tras el fin de semana, cada tarde habíamos compartido confidencias acompañados de una buena taza de café en un pequeño local de la ciudad. El lugar era entrañable: mesas y suelos de madera, pareces de ladrillo visto pintado de beige, plantas verdes por cada rincón y numerosas lámparas colgando en todas partes. Era una cafetería preciosa, silenciosa y... se había convertido, sin quererlo, en nuestro lugar. Cuando llegó el jueves, no necesitamos siquiera decir dónde quedaríamos. Sabíamos que ese era el sitio.

Había decidido ignorar —por mi bienestar mentar— el hecho de que mi pesadilla seguía recordándome cada noche el bordado del barco velero.

Sí, eso me estaba comenzando a cabrear profundamente. Porque la teoría de Carme perdía fuerza cada noche: si había sido mi subconsciente el que me había hecho soñar con ello después de ver esa figura en la camisa de Martiño, ¿por qué seguía viéndolo cada maldita noche?

Sin embargo, había decidido ignorarlo. La felicidad y adrenalina que sentía cada vez que hablaba o veía al doctor Sexi era demasiado seductora como para decidir pasarlo por alto.

Así que allí estaba: en la misma cafetería que los días anteriores, con las manos alrededor de una gran taza de cremoso líquido descafeinado y una gran sonrisa que escapaba ante cualquier palabra que salía por sus labios.

—Por cierto —soltó Martiño cambiando de tema—, ¿qué tal está tu alumno?

Posiblemente no era conveniente hablar de un alumno con otra persona y que el hablase de un paciente conmigo, pero él, a fin de cuentas, nos había unido. Si ese adolescente de hormonas candentes no hubiese intentado bajar las escaleras del instituto en tiempo récord, no se hubiese tropezado y mucho menos dislocado el hombro. Así que, le debíamos el habernos conocido en el hospital.

—¿Xoán? —pregunté a pesar de que sabía que hablaba de él—. Volvió ayer a clase de nuevo. Está bien, te lo seguro.

—Tendrá una revisión conmigo en tres semanas. Espero que esté teniendo el reposo adecuado.

—Créeme que sí —aseguré exhalando una risotada —. Se aprovecha de que tiene el hombro inmovilizado para no hacer nada en clase.

Nos reíamos al unísono. Di un sorbo a mi delicioso café, pero, antes de volver a depositar la taza en la mesa, noté que Martiño me miraba. Se estaba mordiendo el labio inferior mientras una pequeña sonrisa se asomaba.

—¿Qué? —demandé con curiosidad y el ceño ligeramente fruncido.

—Sé que está mal, pero me alegro de que tengas un alumno patoso que te haya llevado aquel día al hospital.

Yo me sentía igual que él. Era un pensamiento horrible, lo sé, pero no podía evitarlo. Además, Xoán estaba aprovechando la coyuntura a su favor —nunca mejor dicho— para trabajar lo mínimo posible en clase, así que la situación no era como para compadecerse totalmente por el pequeño diablillo que era el adolescente.

Alcé las comisuras de los labios inmediatamente y me ruboricé levemente. Después de una semana estaba comenzando a controlar la frecuencia con la que me sonrojaba con Martiño, pero en ocasiones la sangre se me escapaba y salía directa a acumularse en mis mejillas.

—Lo sé —confesé sin mirarle a los ojos —. Hoy me ha hablado de ti.

—¿Xoán? ¿En serio? —cuestionó totalmente atónito—. ¿Y qué te ha dicho?

—Me preguntó... —dudé si contarle la verdad—. Me preguntó si nos habíamos intercambiado nuestros números de teléfono.

—¿En serio? —rio con semblante divertido—. ¿Por qué te habrá preguntado eso?

Me dio la sensación de que era una pregunta retórica y que en realidad sabía exactamente la respuesta. Pero contesté de igual forma:

—Porque, según él, me mirabas como si yo te gustase.

—¡Vaya! —exclamó algo avergonzado—. Estos adolescentes se dan cuenta de todo.

La tarde pasó sin darme cuenta y, Martiño, como había hecho cada vez que nos habíamos visto, me llevó a mi casa en su coche. Aparcó frente a mi portal sin apagar el motor y me miró con esa sonrisa tan perfecta de dientes perlados.

—Gracias otro día más por compartir un café conmigo, profesora Suárez.

—Gracias otro día más por acompañarme, doctor Castro.

Yo odiaba ese apelativo tanto como él odiaba el suyo, pero ya se había convertido en una especie de apodo divertido entre nosotros. Martiño era la única persona que podía llamarme profesora y hacerme sonreír con ello.

Me acerqué a él y le di un beso en la mejilla. Podría parecer un beso sin importancia, pero estaba cargado de significado. Ya habíamos dejado atrás los dos besos protocolarios, que solían ser rígidos e incómodos.

No, el gran beso en los labios no había llegado, aunque ganas no me faltaban. Estaba esperando un momento especial, uno que nunca olvidaríamos si eso que estábamos teniendo terminaba por ser algo especial; pero todavía no se había formado esa ocasión que me hacía impulsarme hacia sus labios.

Notaba que él tenía ganas, que de ser por él ya habríamos probado uno el aliento del otro, pero tenía miedo al rechazo. Lo veía en sus ojos. En cierta manera me arrepentía un poco de haberle dicho en nuestra cena que no quería besarlo en aquel instante, pero no lo suficiente.

Saber que se sentía intimidado por mí me hacía sentir poderosa, que era yo la que controlaba totalmente la situación. Y, ¿para qué mentir? Me encantaba la sensación de no saber si por fin llegaría el primer beso. Siempre he creído que, esa anticipación al primer beso, ese sentimiento de que en el momento menos pensado pasará y que no sabes ni cuándo ni dónde será, era una de las mejores emociones que se podían experimentar cuando se conocía a alguien especial.

Nos miramos una última vez, nos sonreímos y salí del coche tras darle las buenas noches. Pero escuché cómo él salía del coche y, cuando quise darme cuenta, me había alcanzado.

—O-oye... O-Olaia... —balbuceó mientras se rascaba la nuca y miraba fijamente el suelo.

—¿S-Sí?

Los nervios se escapaban por cada poro de mi piel. Se veía indeciso, intranquilo y sin saber cómo proceder. ¿Acaso pensaba besarme después de todo lo que habíamos hablado?

—Yo... —siguió, todavía balbuciendo—. Es que... no sé...

—Martiño, dilo ya.

Suspiró a la vez que sus hombros se relajaban, todavía sin mirarme a la cara. Volvió a coger aire, fijó la mirada en mis ojos y por fin habló sin trastabillar:

—Todavía no me has pedido que cenemos juntos.

«¿Qué?»

Elefante plateadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora