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—¿Cuándo vamos a volver a Sidney?

En la tumbona de al lado de la suya, Alfonso se incorporó y se apoyó en un codo.

A sus pies, la gran piscina cubierta que brillaba con los rayos de sol que el tejado dejaba pasar, convirtiendo un día de otoño en uno de verano.

—No me digas que no estás disfrutando de tu luna de miel…

—No —dijo ella, colocando una señal entre las páginas de la novela que había comprado durante su última salida. En condiciones normales nunca hubiera interrumpido la lectura de un libro de su autor favorito; pero ese día todo iba mal: el libro no conseguía interesarla, la tumbona era incómoda, la parte del arriba del bikini se le clavaba en los hombros y la enorme sala climatizada le parecía demasiado pequeña y asfixiante—. Es muy… relajante, pero ¿cuánto tiempo vamos a quedarnos?

Lo miró a la espera de una respuesta y supo de inmediato que no la habría. Y ésa era una parte del problema. Quiso apartar la vista, pero aquel terso cuerpo de piel color de aceituna no la dejó.

¿Cómo quitar los ojos de esa cintura y de la línea de oscuro pelo que asomaba inmediatamente debajo? En atención a su pudor, él llevaba un bañador, un bañador negro que acentuaba más que ocultaba, un bañador que le hacía pensar en lo que había debajo. Cuando miraba la tensa tela, sentía como la sangre se le detenía en las venas. ¿Sería por eso que se le aceleraba el pulso?

—¿Te aburres? —preguntó él.

Sus palabras atrajeron de nuevo su mirada a su rostro. ¿No lo sabía? Nadie podría aburrirse contemplando a Alfonso. Era como mirar una estatua de mármol y preguntarse quién habría sido el hombre usado como modelo. Alfonso, con sus rasgos aristocráticos y sus poderosos hombros y ancho pecho, podría haber sido ese hombre, una copia de los dioses y la elección del escultor.

—Creo que necesitaría hacer algo más difícil que leer.

—Eso puede arreglarse —dijo con una sonrisa cargada de significado.

—Quiero decir…

—Sé lo que quieres decir —aseguró él, levantándose de la tumbona con gracilidad—. Hay prevista lluvia para la tarde, ¿por qué no vamos a dar un paseo por la playa ahora que podemos?

Él no debería ser tan condescendiente, pensó Anahí mientras se ponía un suéter y unos pantalones encima del bikini. No tenía que ser tan fácil. Habían pasado tres días desde que le había dicho que no harían el amor hasta que ella se lo pidiera. Y habían sido tres largas noches. Alfonso se había acostado tan tarde que ella siempre había estado dormida. Sabía que había sido tarde porque se había mantenido despierta leyendo hasta pasada la medianoche, metida en una camiseta enorme que había encontrado en el armario. Había cumplido su palabra, la había dejado sola, no se había siquiera acercado a ella.

Lo que sí había hecho había sido mirarla mucho. Al menos una docena de veces al día había descubierto sus hambrientos ojos sobre ella, lo que le hacía sentir mariposas en el estómago, la inconfundible señal de reacción de su cuerpo.

Más de una vez había sido él quien la había pillado mirando, pero ¿qué importaba que la hubiera cazado mirándolo? No había prometido no mirar. No pensaba hacer otra cosa; además, ¿cómo iba a saber lo que hacía él si no lo miraba? Dado su pasado, era más fácil que cediera él mucho antes que ella. A pesar de que parecía estarlo resistiendo muy fácilmente.

Pero aquello no tenía nada que ver con la capacidad de resistencia. La había retado, y ella estaba aguantando. De momento tres días, lo que suponía que hasta ese momento ganaba la batalla.

Anahí alcanzó las chanclas y se las puso con disgusto. ¿Por qué si iba ganando se sentía tan mal?

Un cuarto de hora después no había ni rastro de Alfonso. Fue a buscar al ama de llaves que limpiaba el polvo del salón.

Boda por venganza. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora