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El apartamento era tan acogedor como lleno de color. Anahí recorrió habitación tras habitación de su nueva casa, tratando a ver si le decía algo sobre Alfonso. Pero era extraño. Donde Alfonso era caliente, apasionado y decidido, su ático parecía frío e impersonal. Bonito pero soso.

Y aunque Alfonso tuviera una regia belleza española, nadie podría describirlo como soso.

Subió al dormitorio y no le sorprendió observar lo neutral que había sido decorado. Echó un vistazo al enorme baño con la esperanza de que al menos allí hubiera algo que le hablara del hombre con el que se había casado, pero incluso sus objetos de aseo personal estaban ocultos dentro del mueble que ocupaba toda una pared.

Abrió una puerta y se encontró con sus propias pertenencias. No había sido broma lo de que ya habían trasladado todas sus cosas. Lo que se le había olvidado era decirle que las había trasladado la policía de higiene.

Dos puertas más allá estaban las cosas de Alfonso. No muchas. Desde luego no parecía un hombre muy preocupado por su aspecto. Tampoco le hacía falta. Un solitario bote de loción de afeitar. Lo abrió y lo olió. Reconoció el olor. Alfonso lo había llevado en la fiesta de compromiso y en la boda, pero no se lo había vuelto a echar.

Volvió al dormitorio y abrió las puertas de los armarios. Como había dicho Alfonso, su ropa ocupaba la mitad del espacio, más pulcramente colgada que como la había visto nunca. Sintió un escalofrío. Era extraño. Todas sus cosas estaban allí y se seguía sintiendo como una intrusa. Era excesivo, todo demasiado forzado. Cerró de un portazo y bajó corriendo las escaleras. Menos mal que tenía una llave. No podía quedarse allí, no en esa casa sin alma. Tenía que dejarle hacer
cambios, muchos, si esperaba que se quedara a vivir allí.

Antes de salir echó un vistazo a la nevera. Justo como esperaba había poco más que una tarrina de mantequilla, un trozo de queso y un puñado de cervezas. Agarró el bolso y la llave que le había dicho Alfonso y se fue.

Su madre estaba en casa. Bien. Cerró el móvil y lo metió en el bolso antes de sacar el coche del aparcamiento. Se alegró de estar de vuelta en Sidney. Un vehículo detrás de ella tocó la bocina en protesta por su cambio de carril y por primera vez en todo el día, sonrió. Las calles de Sidney estaban como siempre, vivas y llenas de
energía en comparación con el ático insonorizado. Bajó las ventanillas del coche, aunque fuera a entrar algo de la lluvia que caía, para que el rumor de la ciudad la envolviera.

Respiró hondo. De nuevo se sentía viva, casi de vuelta a la normalidad.

Casi. Seguía casada con Alfonso.

¿Y qué había aprendido de su marido ese día? Sólo que debía de pasar mucho más tiempo en la oficina que en el ático, más tiempo comiendo, más tiempo viviendo fuera. El ático era poco más que su dormitorio, una magnífica habitación de hotel cerca de la mesa de trabajo.

Una más de su larga lista de posesiones.

Como ella.

Mientras se acercaba a la casa que seguía considerando su hogar, la carretera fue atravesando hileras de pequeñas tiendas fuera de las cuales estaban aparcados los últimos modelos de Mercedes o BMW. Mesas protegidas por enormes paraguas o toldos ocupaban las aceras y el olor a buen café, pan tostado y pizza de horno de leña llegaba hasta ella. Le sonó el estómago. Habían pasado horas desde el desayuno… del escaso desayuno. En cuanto llegara a casa asaltaría la despensa. Además ya
volvían a tener servicio, incluso podría
conseguir que Mavis le hiciera algo de comer.

Apretó la lluvia y cerró la ventanilla. Minutos después llegó a la entrada semicircular y vio a su madre, saludándola con la mano desde el jardín.

Boda por venganza. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora