March.

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Saint Germain aún vivía, más seguía inconsciente. Sentada sobre el trono, impaciente, miró el enorme pergamino que sufría modificaciones a cada instante, borrando y anotando nuevos nombres. No podía estimar cuanto tiempo había pasado ya que era muy diferente el tiempo ahí, que en el mundo mortal; más sabía que algo podría estar pasando al ver como varios de aquellos nombres aparecían en letras carmín.
Cuando eso pasaba, la persona o cosa muerta había tomado una cantidad significante de vidas, lo suficiente como para ser considerado algo a tratar. Ese tipo de almas formaban una colección especial, ya que servían con diferentes propósitos, y sobre todo, poder. Cada demonio tenía una característica especialidad; tales almas los fortalecían, o servían de ayuda al realizar rituales, retos, entre otros. Al fijar la mirada, entre muchos esos nombres, observó mientras uno más aparecía en tal color. Carmilla. Brillante, iluminado como el rubí mismo. Si aparecían en su lista, podía quedársela según los decretos de dominios que raramente se respetaban. Pero a ella, le temían. Temían tocar algo suyo sin permiso, y tras el espectáculo con Abbadon, cualquiera consideraba dos veces cruzar sus tierras sin un permiso.

Por otro lado, había ordenado a Belleth ayudarle a rescatar alguna información de los apuntes del alquimista. Le otorgó la llave para que le observase por el tiempo necesario y se armó de valor para, por su cuenta, indagar algunos de los nombres que el tipo había dicho. Todo con el afán de distraerse de su constante preocupación. No había un momento en el que no pensara en el bienestar del rubio, pues cuando estaba tranquila con su mente, un susurro meloso le recordaba su tiempo con él. Se le subía el color al rostro y se negaba a aceptarlo. 
Que un demonio se enamorara, era terrible. No para aquél que hubiese llamado su atención, o al menos así era en los mejores casos, pero para el enamorado. La naturaleza de su especie era esa; poseer, querer, manipular, mancillar. Robar. Pero, ¿Qué pasaba cuando deseaban algo que no podían conseguir? Eran criaturas orgullosas, por lo que, usar trucos de magia o cambios de apariencia se volvía sucio. Querían la pureza de un corazón, de un enamoramiento como un mortal o un ser divino lo tendría. Algo imposible. Se volvían un caos, un ser errante que haría y velaría por que aquello que amaban se les diera. Sus pensamientos tornaban en cuanto a aquello, por su protección. En la mayoría de los casos, terminarían en un ciclo obsesivo hasta matar a su deseo, y en otros cuantos, cederían hasta caer en una terrible depresión durante un largo tiempo. Cientos, o miles de años incluso.
Una vez ese tiempo pasara, encontrarían una nueva obsesión o buscarían una forma de desahogarse, ya fuese desde masacres, hasta cacerías excesivas. Apuestas, guerras con lo divino Celestial. Cualquier cosa que librara su mente de aquello.

No temía terminar de esa forma. Su inmortalidad sonaba, más bien, solitaria sin él. Muchos miles de años habían pasado antes de que encontrara un ser tan fascinante como lo era el dhampiro. A pesar de que las circunstancias de su encuentro hayan sido tan desfavorables como poco comunes, le latía el pecho en busca de su tacto. De su ser. Tenía un interés rozando lo mundano en su esperanza e inocencia.

El tintineo del reloj la sacó de sus pensamientos. Seguramente alguno de aquellos relacionados al plan de Saint Germain estaba intentando contactarlo con el espejo, pero la interferencia entre los mundos hacía lo suyo. De igual forma se había encargado de ordenar al espejo que no recibiera ciertos contactos de reconocerlos, ya que a pesar de su maquinación rápida, no podía actuar momentáneamente. No debía subestimar a lo que fuera que se estuviera enfrentando, vampiros, humanos, o hechiceros. Todos eran tercos y egoístas. Pero eso mismo es lo que los llevaba a tener el poder temporal. A final del tiempo, tendría la última palabra cuando se detuviese su reloj.

Reloj... El reloj... 

Lo miró de reojo al momento en que la idea pasó por su cabeza. Era un famosos espejo mágico que le mostraría o comunicaría con quién necesitara. Quizá un solo vistazo para asegurarse que él estaba bien no haría daño...
Miró a sus alrededores claramente vacíos. Además de su inquietud, no había nadie más. Belleth regresaría dentro de mucho (o eso creía), y cualquiera en su sano juicio sabía que perturbar su paz era un milenio de tortura. Entre su nerviosismo, tomó el objeto y cuidadosamente lo abrió, conteniendo el aliento al verse reflejada en él los primeros segundos en los que el espejo se formó nítidamente. 

Réquiem. [2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora