Tenía que ser un día más, con los compañeros de la universidad.
Con lo interesante que parecía este parque.
La idea solo era pasar una tarde aquí, antes de que empezara el mundial y a todos nos tragaran las fechas, los partidos, en medio de los últimos exámenes del año.
No sé en qué momento caímos en la trampa de ese viejo de mierda, de pie en la entrada. La rueda de la fortuna, se llamaba el juego. Que podíamos participar por el premio de nuestra vida. Sí, claro. Los boletos más baratos que hubiésemos pagado alguna vez. ¿Cómo es que dicen por ahí: «lo barato sale caro»? Bueno, eso. Baratísimos para nuestros bolsillos. Adivinen ustedes el resto.
Entramos al galpón, solo ocupado con algunas figuras de madera de animales pintados y en el centro la rueda, del mismo material, también descolorida por el paso del tiempo. Los extraños símbolos dibujados en ésta no daban ninguna señal de los premios por los que estábamos participando. Mi entusiasmo se apagó y, por lo que vi en mis acompañantes, éramos varios los decepcionados.
—¡Qué mierda de juego! —exclamó Uriel, poniendo en palabras el sentimiento de los cuatro que estábamos ahí—. Tremenda estafa.
—Bueno, pasemos esto rápido y vayamos a la montaña rusa para compensar —dijo Lily, acercándose a la estructura enorme frente a nosotros.
Los demás se alejaron, para mirar con desagrado las figuras de madera que nos rodeaban. La única optimista del grupo se aferró al costado de la rueda, tomando impulso y luego la soltó, para que los pocos aún interesados la viésemos girar.
Hay un instinto extraño, algo primitivo, en esperar lo mejor del azar. Siempre pensamos que nos tocará algo, aceptamos lo que sea, con tal de que sea inesperado. A veces, nos llevamos ese producto que nadie compra, en nombre de que nos lo dieron gratis o a la mitad del precio. Otras, aceptamos la pérdida y nos quedamos con las ganas de intentarlo una vez más.
Y eso es lo único que se me ocurre, para justificar lo que pasó después.
Porque, cuando el águila de madera frente a Uriel se irguió, extendió las alas y se lo llevó en sus garras atravesando el techo, nuestros gritos no hicieron que nadie viniera en nuestro auxilio. Nano golpeó la puerta, exigió, amenazó y luego rogó que nos dejaran salir de allí.
Yo me había echado al suelo, temblando, con la cabeza entre las rodillas y debajo de mis brazos. Lily estaba de rodillas, todavía junto a la rueda enorme. Y la voz de afuera lo único que dijo fue que habíamos perdido en esa vuelta y que, si jugábamos una vez más, podíamos llegar a ganar.
Volviendo a ese instinto humano, esa estupidez que llevamos algunos dentro cuando nos encontramos con el azar, ¿qué creen que hicimos?
—Uri debe estar afuera, sin un rasguño —aseguró mi amiga.
Nano y yo asentimos, medio entre risas, medio incrédulos.
—Mejor pasemos rápido esta cosa —dije—. Después le dejamos la reseña que se merece en Google.
Una vez de acuerdo los tres, Lily aceptó nuestras sugerencias para cambiar la forma en que la rueda había girado. Desde el otro lado, más lento, intentando prolongar el tiempo antes de que ésta se detuviera...
Y ojalá hubiéramos tenido idea de qué significaban los símbolos malditos en pintura negra. Aunque no sé si hubiera servido de mucho.
El león que arrastró a mi amiga, lejos de nosotros, pero lo bastante cerca como para saber qué haría con ella, nos dejó en shock.
La voz, desde afuera, anunció que habíamos perdido de nuevo y que nos quedaban dos vueltas más.
No supe cuánto había pasado hecho un ovillo en el suelo, mientras Nano insultaba a gritos y seguro se desgarraba los puños a fuerza de golpear y golpear la puerta cerrada. Comencé a llamar, con timidez, a los pobres de Lily y Uriel, sin respuestas. Pero, al rato, nuestro instinto nos hizo mirar de nuevo a la rueda. E intentarlo otra vez.
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El Tarot de Madame Ceyene
ParanormalHe aquí, damas, caballeros, terrícolas, extraterrestres y entes no identificados con ninguna dimensión de la existencia: la adivina con menos fortuna de este mundo y el otro. Me presento. Diré que mi nombre es Madame Ceyene, porque no es conveniente...