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Capítulo 8

El cabello castaño y sucio, le caía sobre su pequeño rostro, por la que escapaba el fulgor furioso y atemorizado de su mirada. Su cuerpo diminuto y enjuto temblaba como el de un animal acorralado, pero aún así entre sus manos temblorosas sostenía el cuello de una botella quebrada.

—Pod favor —un hilo de voz agudo y suplicante brotó de ella.

Puse ambas rodillas en el suelo, quedando casi al nivel de su mirada, y le mostré las palmas para demostrarle que no tenía con qué dañarla.

—Mi nombre es Joselyn —le sonreí ampliamente —¿Cuál es el tuyo, pequeña?

—¡Pod favor! —gritó antes de romper en un estrepitoso llanto y arrinconarse cada vez más en la esquina de la habitación de barro.

Le dirigí una mirada angustiosa a mi caballero de escolta, como esperando que me ayudara a lidiar con la situación, pero se limitó a levantar los hombros en actitud: «Usted quiso venir acá». Wow, gracias por tus sabios consejos, que haría sin ti.

—Tráeme las galletas, Erick.

El espadachín se acercó con la agilidad carente por la gordura, pero en cuánto dió los primeros pasos la niña empezó a chillar aún más desenfrenada.

—¡Vete, vete! ¡Hombre, no te das cuenta que la asustas! ¡SAL! —solté un suspiro nervioso e intenté reconfortarla, mis manos acariciaban su espalda pero me di cuenta que yo también estaba tiritando —Está bien, todo está bien ¿No quieres que hombres entren? Eso está bien, mi niña. Nadie más entrará, solo tú y yo ¿Está bien?

Tenía un nudo en la garganta, sentía como las lágrimas se me escurrían entre las mejillas. La pobre niña no sobrepasaba los nueve años y aún así estaba inmersa en un mundo tan oscuro como este. El conde Rolò pagaría, y lo pagaría muuuy caro.

Esperé a que la niña se quedara dormida para marcharme, no sin antes encargarle a Ana, la ama de llaves de la mansión, que programara su traslado a un buen hospital y que considerará la factura como lo de menos. Cuando la pequeña estuviera recuperada y estable, quizá podría mudarse al ducado, estoy segura que mi padre la recibiría con buena cara. Lo más doloroso era saber que tal y como ella, todavía restaban centenares de víctimas, esparcidas por el reino en quizá qué condiciones. Esto tenía que parar ya, y creía conocer a la persona perfecta para eso.

La reina Francesca, apreciada tanto en la sociedad como en el pueblo, es el único pegamento que permite la solidez en el reinato de su borracho esposo. De no ser por ella, el país ya hubiera reaccionado con mucha violencia ante los mandatos del rey a reducir las escuelas o de los progresivos aumentos de impuestos. «El Ángel guardián del país», se le apodaba comúnmente. A pesar de nunca haberla visto con mis ojos, no tenía duda de que a ella podría confiarle la desacreditación de un aristócrata corrupto.
Solo espero que lea su correspondencia a menudo, por qué esto no podía seguir por mucho tiempo más.

Con gusto seré la villanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora