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El olor a humedad se fundió en mi olfato apenas traspasé el umbral de la puerta. Me refregué la nariz con el antebrazo, sepultando el estornudo pugnando por estallar.

No sabía que me parecía más extraordinario: Que todas mis pertenencias estuviesen en el mismo y exacto lugar donde las dejé o que lo comprobase yo misma. Claro, si pasaba por alto el estado de la cómplice y vieja biblia tapizando el piso con sus hojas.

Edinson Becker encendió la luz y las reminiscencias se volcaron sobre mi consciencia. Noté la siniestra verdad que imperaba en casa, el hogar de mi madre ya no se sentía suyo, estaba viciado de la presencia de esta gente maldita hasta el último tajo de tierra, en mi ausencia acabaron por asesinar el último rastro sagrado que tenía de ella.

Era repulsivo y descarado pensar que podía fingir que no me gané el fuego eterno porque me negaba a mitigar el odio exacerbado que les tenía.

Fue una sorpresa recibir la noticia de mi retorno a la Múnich de parte de la tía Felicia. No comprendí la razón de la decisión, hacía tanto que no respiraba paz y convivía en armonía. La vida en el lejano convento era silenciosa, demasiado apacible y calmada. La antigua construcción se erigía a la sombra de un denso bosque de espeso verdor en primavera y blanco inmaculado en los inviernos.

Solo transcurrieron unas semanas para conocer la razón del porqué, quien era enviada a ese lugar, nunca regresaba: En Bucovina Dios si escuchaba nuestras plegarias.

Nadie se burlaba de la otra, los cánticos te elevaban en gloria y los rezos dejaban una estela dulce en el paladar. Tenía un dormitorio para mí, de cama diminuta y sábanas rasposas, pero el pan siempre estaba caliente y las frutas frescas. Los castigos se cumplían en oraciones y uno que otro azote que dejaban en ridículo a la sádica abadesa.

Aunque el sitio estaba conformado por chicas originarias de diversas zonas del continente, de Alemania fui la única.

Al término de una cena, me acerqué con temor a la madre Elska, una joven mujer agraciada y bendita por la mano sabia de Dios, y le pregunté por el paradero el resto de muchachas. Me respondió que en la congregación rusa, que me concentrara en las clases y no en esas nimiedades.

Edinson Becker dejó el equipaje al pie de la cama y tras lanzar una soberbia mirada de disgusto alrededor, se limpió las manos en el pantalón.

Desempaca lo necesario—espetó y se le hizo imposible ocultar la molestia de mi presencia—. Te irás al colegio después de la liturgia.

Aquello más que picarme el enojo o sorprenderme como hubiese ocurrido tiempo atrás, fue un alivio a medias. No tenía necesidad de vivir en un dormitorio en el colegio, esa opción era ofrecida a las alumnas de regiones lejanas. La cuestión era que irme significaba dejarles el dominio entero del patrimonio de Lorraine, mamá, puesto que Annette apenas cumplió los dieciocho años meses atrás y contrajo nupcias con un viudo adinerado perteneciente a la congregación.

Dios tenga misericordia de mi alma errante, aunque deseaba con todas mis fuerzas sentir pena por ella, el rencor me abnegaba como si me hundiese de cabeza en el mar.

Debía estar dichosa de salir de aquí, pero aquí, era mío. Los largos pasadizos entrecruzándose, los innumerables áticos, escondrijos y jardines, todo tenía el nombre de mi madre inscrito en piedra y papel.

—Te quedarás lo que resta del periodo escolar en ese lugar—Edinson continuó farfullando con pesadez—. En esta casa no hay espacio para ti.

Me quedé de piedra, siendo una con el suelo bajo mis zapatos, con la ira recorriéndome voraz y veloz.

La Petite Mort IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora