"14"

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Dos semanas conviviendo en el hogar de los Tiedemann, noté varias similitudes con la vida en mi residencia: un padre que se da golpes en el pecho llamándose con orgullo cabeza de hogar, pero que jamás es visto, se escuchan en los pasillos los gritos de una madre que solo sabe impartir autoridad, y hermanos tan alejados que el frío entre los dos nunca es menos que gélido.

Las paredes se mantenían cálidas gracias a la veintena de empleados por doquier, siempre al pendiente, amables y presentes, sobre todo desde el inicio de la nueva rutina. Despertaba a las siete de la mañana, desayunaba en compañía de Ulrich y esperaba a los profesores en la biblioteca, hasta que la hora de la comida marcaba el fin de las lecciones.

A uno que otro puede que le costase ocultar las expresiones de fastidio cuando un nuevo tema iniciaba y yo desconocía de qué se trataba, pese a que decían, se trataba de lo más simple y básico.

Profesores e institutrices dotados de una inmensa paciencia, era claro, ninguno me golpeó las manos con una vara de madera por equivocarme en una cuenta.

Lo llamaría la vida idónea de estudiante si mis amigas estuviesen cerca, extrañaba como una condenada conversar con ellas entre clases, mi único compañero en las tardes, mientras la hora de la cena se acercaba y Ulrich regresaba, era su hermano menor, no podría llamarle pequeño, era más alto que yo por más de una cabeza.

Cuando vestía trajes que aún no pasaban por las manos de un sastre, parecía un espantapájaros.

—¿Sabes jugar al ajedrez?—preguntó una tarde, entrando a la biblioteca.

Cerré el libro de historia universal y negué con la cabeza. Arrugó la nariz.

—¿De verdad no sabes?—dijo, incrédulo—. ¿Te enseño?

Solitario, como yo.

—De acuerdo.

La tarde siguiente hizo gala de sus modales, esperó que la señorita Kolmann se fuese para ingresar a la biblioteca sosteniendo un ramo de flores recién arrancadas, por la tierra que desprendía de los tallos.

Me puse de pie y le saludé con una sonrisa, el chiquillo me tendió el obsequio.

—Toma—demandó.

—Gracias—respondí, recibiendo el detalle—. Que tulipanes más lindos.

Me miró con una ceja arqueada, confundido.

—Que importan las flores, mira lo que tienen adentro.

Lo hice y una marea de empleados corrieron a la biblioteca, llamados por el grito que pegué al advertir los gusanos dentro de las hojas.

Mi nuevo amigo era un chiquillo de aficiones particulares.

La tarde siguiente, como compensación por desaparecerme las ganas de comer por el resto del día, pues no sabía que no me apasionaba aprender sobre esos bichos, se ofreció a darme clases de piano.

En los primeros diez minutos hizo alarde de su carente talento en la docencia.

—La última vez que escuché notas tan mal ejecutadas, fue cuando Helen Scholss se desmayó sobre las teclas—soltó, burlesco.

Le miré ofendida y colocando una mano sobre mi corazón, reprimí una sonrisa.

—Eres un muchacho cruel.

Se encogió de hombros.

—Mi madre me enseñó a ser sincero, escucha: no sabes leer partituras, jamás practicaste equitación, tampoco juegas al tenis, no sabes mover piezas en ajedrez, no sabes sobre botánica y me ves mal si te pregunto si sabes esquiar—me miró consternado—. ¿Qué hacías para no dormirte por las tardes?

La Petite Mort IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora