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Los minutos caían entre las páginas arrugadas y frágiles del libro, propiedad de Lorraine Wilssen.  Impreso en letras doradas, realzaba el nombre de Emily Dickinson en la portada.

Mamá fue dueña de una espléndida sonrisa, unos bellos ojos marrones y un don inmaculado para aprender poesía, versos que recitaba peinando mi cabello. Que catástrofe era escucharlos de mi voz.

Debía estar dormida, arrullada por la noche y el calor de la chimenea. Saltaba de un párrafo a otro, esperando que los pasos por fin se escucharan al final del pasillo. Cerca de vencer la espera, cerré el libro casi secuestrando la punta de mi nariz al oírlos.

¿Qué le tomó tanto tiempo? Escuché claramente cuando susurró, en el momento que su compañía se desprendió de mi lado al finalizar el recorrido de vuelta al internado, que lo esperase despierta. Tuve tiempo de cenar un cuenco de frutas y un trozo de queso, calentar agua para ducharme y viajar en el limbo denso de mis pensamientos antes de percibir su presencia.

Fruncí el ceño. Eso no me gustaba. Nunca creí que la falta de respeto y prioridad a su palabra fuese cosa suya.

Tomé asiento, dejando el libro sobre la mesa. No es como si lo estuviese añorando, de todas maneras, mi molestia recaía en el simple hecho de su falta de compromiso. Era incapaz de mantener un decreto.

La manilla de la puerta se sacudió, las bisagras chirrearon, pero fue su mano la que se asomó a través de la rendija para arrojar una bolsa a mi cama.

─Soy yo, joder─se anunció con recelo─, soy yo, baja la maldita lámpara.

Una arruga se mostró en mi nariz y el fuego de la rabia se extendió por mis brazos. ¿Qué lámpara? ¿La que destrocé contra su cráneo? Quien sabe en que basurero de la ciudad reposen sus restos, no me quedó de otra que usar una taza para apoyar y encender la vela que la hermana Nadine me proporcionó. La chimenea era tan pequeña que las escasas brasas no alcanzaban a iluminar más allá de tres pasos.

Ulrich cerró la puerta después de asegurarse que mis manos se hallaban vacías, se adentró en el dormitorio como si se tratase de un asiduo visitante y la recámara se encogió coaccionada por figura su alta, lucía como un gigante en medio de un jardín de gnomos.

Me pregunté cuántas veces estuvo rondando estos lúgubres pasillos, penetrando recámaras de compañeras y sus... sacudí la cabeza. La cena fue moderada, sería una tontería vomitarla.

─¿Qué te pasa? ¿La locura acabó por devorarte el cerebro?─rechisté, la curiosidad cosquilleó en mi pecho cuando tomé nota de las bolsas colgando de sus manos.

─Estoy tomando precauciones, las cicatrices no son mi mayor atractivo─respondió con dejo desdeñoso, acercándose a mí cama─. Me sorprende que sepas que la locura le compete a la mente, quien sabe con que fantasías te educaron en este sitio─antes de que pudiese contestarle, levantó los dichosos empaques─. Traje regalos.

Recogí las piernas, las acerqué a mi torso y descansé el mentón sobre las rodillas. Escucharle mencionar esa palabra especial construyó una pirámide de emociones. Sorpresa, impresión, una ráfaga de anhelo. No tenía memorias recientes de la última vez que alguien, además de mis amigas, me tendían la mano con algún obsequio.

Mi Dios, cuanto adoraba los obsequios.

El demente extrajo lo que guardaban las bolsas. Me percaté de inmediato de los primeros objetos. Sábanas envueltas en fundas de seda y un artilugio con forma de hongo, tal como la lámpara de aceite que su cabeza hizo añicos.

─Estos no son regalos─dije─. Son la indemnización por tu desastre.

Mi atención cayó con especial detalle en la curva de sus pestañas, espesas, largas y negras, resguardando como sombrillas sus pómulos teñidos con un bonito rosado natural. Era un muchacho de ojos de ensueño y actitudes de pesadilla. Que contradicción y encanto le encarcelaban, para mi amargura y fascinación.

La Petite Mort IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora