"12"

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Ulrich

Abrí la botella, la acerqué a mi boca y bebí un trago. Agnes salió desnuda del baño con el cabello y la piel mojada, necesitaba un trago amargo para disuadir el el sabor de su boca. No tenía la costumbre de comer tanto dulce en horas nocturnas.

No soporté la falta de su tacto, encadené una mano en su nuca y le di a probar vino de mi boca. Cuando el airé marcó su ausencia, mis rodillas tocaron la alfombra y me dediqué a absorber las gotas de agua vistiéndola de pies a cabeza.

Me la había cogido sobre el escritorio hacía menos de cinco minutos, pero ella seguía tan prístina como la primera vez.

No tenía explicación, tendría que abrirle la piel y revisar de qué estaba hecha. Intenté por todos los medios arrancarle la pureza, bajarla de la nube divina para convertirla en un ser más de esta inmunda tierra. Los gemidos de sus labios eran la melodía de un santo.

Me embaucaba con una mirada, la que fuese. Enojo o lujuria. No podía quitarle la mirada de encima. De esta manera debían sentirse los religiosos. Agnes podía arrancarme en este momento el corazón con sus propias manos y yo la seguiría contemplando como un fiel devoto presenciando un ritual sagrado.

Tomé su muñeca y le hice acostarse sobre la cama. No hizo el esfuerzo de cubrirse, siguió el recorrido de mi boca por la planta de sus pies, besé sus huellas, el tobillo, el sendero a las rodillas. Escuché su risa, me causa cosquillas, me dijo, presioné las palmas en sus muslos, mantente quieta, le respondí, estoy hambriento, tengo dientes y por lo visto, no te cuesta ofrecerme tu carne. Me reí con ella hasta rozar la nariz entre sus piernas. Lo mío fue un sonido de gusto, los suyos gemidos.

Agnes sonrojada, mojada, gimiendo. Agnes, en su estado carnal, puro, rodeando mi cabeza con sus muslos para retenerme en ella. Agnes, como su nombre lo dicta. Casta, un cordero blanco.

Pude hacerle retorcerse de placer entre mis sábanas, fallé irrebatiblemente en borrarle lo sagrado de la piel. Agnes era una chica de ensueño, una mujer dulce y serena. Un ángel propio, para mí. Me sentí borracho por el éxtasis.

Quise intentarlo una vez más, mordí su piel encima de la línea de sus vellos rubios, alrededor del ombligo, en medio de sus tetas, clamé el latido de su garganta y me clavé dentro de ella, alimentando el sentido de posesión cuando separó los muslos y me pidió, en la paradoja de un susurro tímido, que me moviese más fuerte.

La complací a ella, y en el camino a mí, recibiendo su aliento caliente en cada respiro agitado en la mejilla, sus dientes me rasparon la mandíbula y sus uñas me trazaron senderos desde los hombros a la espalda. Ella se corrió otra vez. Quería que lo volviese hacer. Me agarré del espaldar de la cama y tiré su rodilla contra las sábanas, el choque de nuestras caderas acalló los soniditos que emitía.

Duele mucho, jadeó, es tu penitencia, le dije. Esperé el arder de la bofetada o los jirones de piel colgando de sus uñas, pero Agnes, pura, reaccionó como mejor sabía: aceptar la expiación. Me hizo perder la cabeza.

Cuando sentí sus contracciones, bebí el gemido inaudible de su orgasmo y me senté sobre mis talones y aparté las rodillas para apreciarme entrando en ella, quería tomar cada ángulo, detalle, como entraba y salía de mi templo favorito.

Ella apretó los párpados y resopló un quejido de dolor que me incitó a tomarla de los tobillos con una mano y alzar sus piernas para hundirme más profundo, quería hacerla tocar fondo, que llorase y me pidiese que me detuviera, pero Agnes era un ejemplo entre millones de religiosas, soportaba el dolor como se lo sirvieran.

La Petite Mort IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora