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Para las tres de la tarde el sol iniciaba su descenso. Me apresuré a dejar los libros en el dormitorio, buscar la cazadora e inicié con la ruta al templo con las manos cubiertas por los viejos guantes de lana y el gorro rosado, regalo de la tía Felicia por mis trece años.

Tendría que enviarle una carta pidiéndole que venga a visitarme, pedirle por una mesada más cuantiosa del dinero de mamá más sería una completa tontería, tomando en cuenta que el filtro para que pudiese llegar a mí, era Edinson Becker. Hacía más de dos años que no recibía más de veinte euros al mes.

Me detuve un instante en medio de los árboles secos. ¿Desde cuándo me preocupaban esos temas banales? Cómo luzco a los ojos de los demás, como me percibe el exterior. No me consideraba una chica fea, era el promedio en una ciudad atiborrada de personas con las mismas características, una más del montón que pasaba desapercibida debajo de un uniforme nada favorecedor.

Bajé la vista a mis pies cubiertos por las botas desaliñadas, hundidas en la capa de nieve cubriendo el perímetro del bosque. Han soportado más batallas que muchos de mis ancestros.

Me dejé de desperdiciar los minutos de luz y apuré el paso, titiritando cuando la brisa gélida ponía mi cabello a serpentear y traspasaba con saña cualquier confín de mi ropa. Los estragos de no hacer más ejercicio físico que corretear los alrededores del camposanto en clases de deporte surtieron efecto al atravesar el kilómetro separando el templo del colegio, levantando las piernas heladas y las botas repletas de nieve.

Esperaba no tardar demasiado en las labores, si con el sol camuflado por las nubes a esas horas de la tarde la vista era tan lóbrega como desalentadora, con el cielo consumido por la oscuridad, no imaginaba lo tenebroso que el camino podría llegar a ser. La escena me recordaba a esa noche que conocí el rostro de Ulrich por segunda vez.

Un martilleo y el chispear del fuego fue lo primero que escuché al ingresar al salón del templo. Enseguida los pasos del padre Fredo, un viejecillo jorobado devoto hasta las canas, avanzaron para recibirme.

—Agnes, comenzaba a preocuparme—me saludó con una nota de preocupación en la voz.

Me sacudí los copos de la cazadora y como pude quité las botas. Saqué el par de pantuflas de la bolsa de tela y me las enfundé, conteniendo un gemido de alivio al sentir la tibieza subirme como combustible a través de la columna.

Que distinto se sentía ese lugar sin nada más que la presencia del padre Fredo y el Señor. La atmósfera me envolvía como un abrazo fuerte y cálido.

—Perdone, padre—agitada por la corta excursión, puse todo mi empeño en colgar los abrigos y bufanda en el perchero junto a la puerta en un brinco—. La nieve me vuelve pesadas las piernas.

—Ya estás aquí—dijo como un consuelo—. La hermana Nadine me ha dicho que estarás aquí para suplantar a la hermana Romy, le dije que no hacía falta, unas nobles mujeres de la comunidad se ofrecieron pero ya ves, las despachó a todas.

Me costó no reír. Me impuso un castigo que disfrutaba: permanecer lejos del alcance de sus chillidos.

—No tengo problema en venir—aseguré, mis labios se curvan en una pequeña sonrisa—. Aquí la chimenea arde más.

—Dios te recompensará en vida y salud.

—Amén—repliqué, era una respuesta automática—. Comenzaré desempolvando el altar, desde acá noto el manto gris.

Hice el ademán de acercarme al diminuto cuarto de limpieza, pero su mano en alto me retuvo.

—Espera un momento, hija—la preocupación retornó a su inflexión. Se aproximó un paso más y me pidió con un aleteo de la mano que me acercase uno más—. Tengo que advertirte que ese muchacho, Ulrich Tiedemann, estará rondando por acá un tiempo, ayudándonos con labores más pesadas y aprendiendo de nosotros—hace una pausa incómoda, pasando por alto la frigidez que de repente me abarcó—. No me parece que te vean en ninguna circunstancia con él, sabrás que muchas lenguas no conocen el recato. Trata de guardar distancia.

La Petite Mort IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora