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         El último día de abril, desperté con caricias en el rostro.

No hubo gritos ni el estruendo de golpes en la puerta, incluso tuve la oportunidad de sacudirme la pereza del sueño sobre el colchón y tomar el desayuno en compañía de Ulrich, en la habitación. Jugo de naranja, tostadas, mermelada y fruta fresca, servida por un trío de amables señoras que se tomaron el trabajo de alistar mi ropa.

Era la manifestación de un sueño perfecto, creí que estaba sumida en un cuento de hadas, estuve a la expectativa que pronto despertaría, hasta que me ahogué con un trozo de manzana.

Después de una ducha con agua caliente sin el apuro de alguien apresurándome, Ulrich esparció su perfume en mi piel húmeda y ayudó colocarme los zapatos, mientras yo me colocaba los aretes.

Me aterró sentirme cómoda con estos tratos y atenciones, pero duró poco cuando recordé que era lo más cercano al corto tiempo que tuve con mamá. No existían las presiones, tampoco recriminaciones. Era como si la vida se hubiese desviado para recoger pasajeros incorrectos, y de un empujón volviese a su riel indicado.

Ulrich estacionó en las afueras del colegio, la pobre afluencia de vehículos y estudiantes era notoria, más de la mitad de la población hacía ruido por su ausencia.

Los nervios me pellizcaron el estómago. No sabría cómo reaccionarían mis amigas, Hilde me desollaría a insultos, no me importaba, anhelaba que no, pero no podía arrancarme la tensión de la piel. Me sostenía al alivio de tener a Uma de mi lado, esperaba que no faltase o me escondería en un confín del colegio  como la cobarde que era.

—¿Ves al sujeto de allá?—Ulrich apuntó a un hombre incluso más alto que él, de postura derecha y gesto sobrio—. Se llama Arnold Schwartz, estará rondando por esta pocilga, recurre a él en caso de que necesites algo.

Asentí. Correría hacia él en caso de que Hilde y Yelda me quieran crucificar. No tenía ganas de hacerme valiente esta mañana.

—De acuerdo, nos vemos luego—toqué la manilla, pero su mano me tomó del brazo, deteniéndome.

—Detente, ¿a dónde vas con tanta prisa?—volteé hacia él, abrí los ojos con horror cuando una navaja abarcó mi vista—. En caso de que se te antoje una manzana, las damas de tu alcurnia muerden exclusivamente en la privacidad.

Actuaba en automático, la presión que los nervios ejercían en mis músculos me inhibía de moverme naturalmente. Quise recibir el arma con las manos, él negó y la introdujo en el bolsillo de mi abrigo. El metal pesaba excesivamente, tiraba la tela abajo.

—¿No es una ironía que te apegues tanto a los modales? Tal parece ser que eres el chico más decente caminando por esta ciudad—sujeté la tira de la mochila y esbocé una sonrisa de agradecimiento—. Que Dios te acompañe, Ulrich.

Volví a tocar la manilla, no obstante, el numeroso club de chicas desplegándose en la entrada del colegio me retuvo en la seguridad del vehículo.

Vigilaban como arpías mi descenso, me imaginé una escena tétrica donde le nacían alas y sobrevolaban el carro, hambrientas y desesperadas. Susurraban entre ellas, ninguna reía o exhibía un atisbo de sonrisa cómplice. Eran todo ojos, miradas como cuchillas de desprecio y ofensas.

Toqué las perlas alrededor de mi cuello, las froté en mis huellas. Dios se debía burlar de mí, tenía el cinismo suficiente para pedir ser llamada su fiel cordero de nuevo, pero el rosario no serviría como escudo más tiempo.

—Permite que hablen libremente, que se les inunde la boca de desprecios, deja que se ahoguen con ellos—Ulrich presionó un beso en mi hombro—. Tú Dios y yo hacemos un equipo de élite, ¿quién contra ti?

La Petite Mort IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora