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—¡Agnes! —el grito y los remesones en el hombro me robaron de la tranquilidad del sueño—. Levántate, te vas a perder el desayuno.

Me costó comprender dónde estaba y reconocer a quién tenía al lado insistiendo en arrebatarme del calor de las cobijas. La chispa de entendimiento resplandeció en mi cabeza. Era mi tercera mañana despertando en Múnich desde el viaje de regreso, acostumbrarme a las paredes ennegrecidas de moho y cenizas del internado me tomaría un largo tiempo.

—¿Qué hora es?—pregunté, restregándome los ojos.

—Las la abadesa tomará la asistencia y tú ni te has cepillado los dientes, ¡asquerosa! —chilló Hilde, sacudiéndome las sábanas de encima—. ¡Date prisa! Tiene la fusta preparada en la mano y una cara de querer usarla y ni la hermana Nadine te salvará.

Eso fue suficiente para hacerme salir a las prisas de la cama. Mis pies vacilaron y se enrollaron en la cobija y por culpa del adormecimiento, mis rodillas sufrieron la torpeza mañanera al chocar contra el piso.

—Mierda—gemí de dolor, tomando la mano que Hilde me ofreció para ayudarme a dar con el equilibrio.

—Dios santifique tu sucia boca—los nervios estaban presentes en su risa—. ¡Pero corre!

En menos de cinco minutos salí corriendo del baño al dormitorio, con los huesos congelados y los labios temblando, morados, luego de la rápida ducha con agua helada. Aprendía rápido las desventajas de quedarse dormida: apagaban la caldera demasiado pronto y las últimas en ingresar pagaban las consecuencias.

Estábamos atravesando las últimas semanas de invierno. No tenían ni un gramo de consideración.

Abroché el último botón de la pulcra camisa blanca, acomodé el crucifijo en medio de las clavículas y jugando malabares con los libros, me enfundé el abrigo en el largo camino al comedor.

Conseguir un despertador que usara baterías pasó a ser una prioridad. En casa, Tully hacía sonar una campana todas las mañanas, no me preocupaba por tener que hacer fila para asearme, tenía mi propio cuarto de baño con luz eléctrica y además el agua siempre estaba caliente. Ese sitio estaba en ruinas, era más que evidente.

Al menos aquí no me atormentan las quejas y berridos de Tully.

En el camino encontré a Yelda y juntas avanzamos a la fila del servicio de comida y pronto nos movimos a la mesa de las chicas del último ciclo. El estómago se me revolvió al divisar el desayuno hecho grumos en la bandeja.

Al menos aquí veré colores en la primavera. Me repetí. Tenía que resaltar alguna virtud de vivir allí, lo que sea, para no caer en el martirio de imaginar cómo sería mi vida de seguir mamá con vida. ¿Estudiaría aquí, en ese mismo horrendo lugar? Estaba completamente segura que no, mamá no era una mujer religiosa y mucho menos me sacaría de casa porque no soportaba verme a la cara.

Tampoco le hubiese importado lo que hice. Quizás el cómo y con quién especialmente, me hubiese ganado una reprimenda, pero no escalaría de la manera atroz que encaré. No sabía cómo confiaba tanto en ello, pero lo estaba y al humor lúgubre de la mañana le clavé un puñal de melancolía al reconocer que nada de esas presunciones jamás podrían ser.

Tomando asiento junto a Yelda y Katerina, a quién poco le faltó para que los ojos les salgan rodando de tan descarado escrutinio que me ofreció, pero no paraba de divagar, no podía. ¿Este es el designio de Dios? ¿Qué habré hecho para no merecer el calor de un abrazo materno cuando manché de sangre mi cama por primera vez? Me culparon a mí de haber ensuciado las sábanas, cuando no podía parar de llorar, histérica, creyendo que moriría desangrada porque no sabía que me pasaba.

La Petite Mort IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora