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Ese año el invierno se ensañó con este pedazo de tierra. La primera semana de marzo transcurría y la nieve se aferraba hasta el último copo, negada a abandonar los caminos.

Nunca antes en mi vida deseé tanto que el frío menguase, hasta ese. Mi rutina era correr por los pasillos temblequeando por la ducha tardía y sin el privilegio de agua caliente.

La única manera de no echarme a llorar todas las mañanas, era ver a Chiara padecer el mismo trato. A la hermana Eugenia, encargada de sacarnos de nuestras camas cada mañana con un rotundo golpe a la puerta, nuestro dormitorio desaparecía de su memoria. O puede que le producía pereza subir hasta el último piso.

Probablemente era la última opción.

Saqué los mechones atascados en el cuello de la blusa, enredados en la cadena como si pertenecieran a ella y apreté el paso, agitada por la marcha a través de los pasillos irrazonablemente extensos.

—Agnes, espera, ¿puedo hablar contigo?—suspiré y no pude ocultar el fastidio cuando la chica me cortó el paso a pocos metros del comedor—. Será una pregunta rápida.

Ella se retorció los dedos nerviosa y la intriga me tocó la mente. Enarqué las cejas, como si eso pudiese sacarle de un puñado las palabras de la boca.

—¿Qué ocurre?—le insistí y quise zarandearla de los hombros. Haría que nos castigasen a las dos por su repentina omisión.

Carraspeó y se acercó tanto a mí que quise empujarla lejos. Faltaba pisar mi espacio personal para fracturarme la amabilidad.

—No sé a quién más preguntarle, nadie me responde mis dudas, pero, ¿recuerdas haber viajado hace un año con una muchacha pelirroja de ojos grises? Es alta, de más de un metro ochenta, tuviste que haberla visto—devolvió un mechón escurridizo tras su oreja con timidez—. Su nombre es Robyn Daas, es mi amiga, la trajeron del refugio de mujeres de la ciudad y no he sabido nada de ella desde que la transfirieron.

Repetí el nombre en mi mente, dibujando un retrato que, surcando los registros de mis recuerdos, pronto formaron un rostro con rasgos exactos.

Recordaba esos ojos grises, su mirada alicaída, afligida, como atisbar un cielo nublado. Recordaba pensar que las lágrimas aglomeradas en ellos, eran como un pozo lluvia a una gota de derramarse. Ella lucía como una acertada representación de un cuadro barroco de los ojos más tristes del mundo.

—Creo que la recuerdo, pero no viajó conmigo, la vi llegar con resto—contesté, su expresión recobró emoción—. ¿Qué pasa con ella?

—No responde mis cartas, no sé nada de ella y su madre no puede pegar los ojos por las noches—susurró con pesadumbre—. ¿Hablaste con ella alguna vez? ¿Se encuentra bien?

Negué con un gesto pesaroso y arrojé un vistazo al comedor. El tiempo no se detenía por nosotras, la impuntualidad te garantizaba cinco azotes en cada mano y no podía permitirme tener la piel hinchada, necesitaba las manos sanas para limpiar el templo.

—La vi solo una vez y se miraba confundida, pero supongo que yo también lo estaba, todas. Nos acoplábamos al sitio, después le perdí el rastro, supongo que la transfirieron de nuevo—su cariz decayó, ensombrecido—. No tengo más que decirte, lo lamento.

Eché a andar al comedor apilando preguntas sobre inconsistencias y retazos del tiempo en aquel instituto. Ninguna de ellas terminó el año, si lo pienso un poco más y ajusto cuentas y hechos, desaparecieron una a una, poco a poco y las preguntas de ¿crees que escaparon? Fueron silenciadas como otras tantas.

El intercambio con la muchacha sembró una curiosidad insana por conocer que pasó con ellas, pero, ¿quién contestaría las dudas? Si a más de una han abofeteado por cuestionar la razón porqué, si esta institución recibe los suficientes fondos para convertir este mohoso sitio en un palacio, la única zona con corriente eléctrica, es la oficina principal y la pequeña casa cerca del cementerio, donde habita la abadesa.

La Petite Mort IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora