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Me extrañó abrir los ojos sin el ruido de los golpes de la hermana Glorietta en la puerta o los gruñidos de animal rabioso de Chiara.

Di un par de vueltas sobre la cama, atrapando el calor de la mañana bajo las cobijas, de ese plácido despertar no disfruté más que unos segundos, el pensamiento de haberme saltado sin querer el desayuno me sacó de la comodidad de un jalón.

El dormitorio se hallaba sumido en la penumbra de la madrugada, era inquietante el silencio que se percibía en el aire. No pude refregarme los ojos, el grito de horror que hizo repiquetear los vidrios de la ventana me aturdió.

Por varios segundos creí que el sonido era producto de mi imaginación, sin embargo, oírlo una vez más me avispó los sentidos y un tercero me incitó a sentarme en la cama.

Los gritos perturbadores penetrando las paredes nos mantuvieron con la boca cerrada y el pulso acelerado. Emití un jadeo de pánico cuando empujaron la puerta del dormitorio.

─¡Tienes que ver esto¡─gritó una compañera─. ¡Mataron a la perra de Clawtilde!

Llegué al primer piso a las prisas, el sentido común del que carecía esas semanas, me atestó la mente de dudas precavidas que se disiparon enseguida me fijé que, como yo, otras alumnas se aglomeraban cerca de la entrada del colegio para verificar si lo que decía la portavoz era cierto.

Ninguna quiso hablar, lucían como la imagen encarnada de una pintura representativa del puro horror.

Las quité de en medio a empujones y caminé unos metros más adelante, me escabullí por la hendidura entre las puertas principales, apenas enfrenté el fresco de la madrugada, el grito estruendoso de quien reconocí como la hermana Glorietta, me crispó los nervios.

—Retrocedan, niñas, vamos...

—Hermana Nadine, ¿qué ocurre? ¿Qué son esos gritos?—interrogó una estudiante, tratando de tener un vistazo detrás de la profesora.

—La abadesa, tristemente ya no se encuentra con nosotros—musitó, mi sangre se congeló.

Eché un vistazo más y me arrepentí de hacerlo. Tuve que presionar mi puño contra los labios para acallar el grito de impresión. La vista nauseabunda de trozos de lo que fue un cuerpo formaban un círculo alrededor de la cabeza de Clawtilde, adornada teatralmente por dos hermosas violetas sobresaliendo de las cuencas vacías.

Mi mente procesó la información en un segundo. Violetas. Libertad. Ulrich tenía maneras de enviarme mensajes bastante peculiares.

Jamás había presenciado una escena tan violenta, tan despiadada y pese a reconocer la razón del acto y el perpetrador, esperé los aguijones de culpa apuñalarme, con la vista fija en la hermana Glorietta postrada de rodillas frente a aquel lío de desechos humanos... pero nada más que una frívola chispa de placer centelló en mi interior, y tal como se encendió, desapareció.

No sentía nada, absolutamente nada más allá del asco que a cualquiera con decencia le produciría ver aquel repulsivo panorama.

No me impactó eso, lo hizo no envenenarme de culpa como en otras ocasiones. Me avergonzaba pensar que hubo otras, quizás por eso caí en ese estado catatónico, quise creer que era eso y no que me alegraba saber que no tendría que lidiar con esa detestable mujer un día más.

—¡Dios, ten piedad de nosotros! ¡Tráela de vuelta!—chillaba la hermana Glorietta con la manos alzadas a un cielo sin luna y sin estrellas.

—Eso será difícil—escuché el murmullo burlón detrás de mí—. No creo que Dios tenga tanto poder para remendarla.

La Petite Mort IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora