1 de Marzo. Sábado por la mañana.

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Habían pasado tres días desde que mi madre murió, y mi padre no había comido ni vuelto a hablar desde entonces. Se pasó estos tres días encerrado en su habitación. A veces, intentaba llamar a la puerta pero no me dejaba entrar para poder verle. Me quedaba detrás de la puerta oyéndolo gritar y llorar en un frenesí de dolor.

Me sentía fatal por no poder hacer nada por él. Nadie se daba cuenta de que me sentía tremendamente confundida. Mi vida no era como yo pensaba que era. Fácilmente podría haberse sacado de cualquier libro de fantasía, o simplemente ¿sería un sueño?

Todo era muy surrealista y me encontraba justo en el ojo del huracán. Todos mis recuerdos con pequeños niños y criaturas que me aterrorizaban de pequeña, volvían a mis recuerdos. Mis pesadillas cobraron vida alrededor de mí y todo se oscureció, como si el pequeño rayo de sol que entraba por mi ventana durante estos días de invierno, hubiera sido devorado por mis monstruos. Comencé a llorar tapándome con las manos los oídos para no escuchar los gritos de fantasmas que me atormentaban mientras veía pasar por mi mente sus muertes, tan terroríficas y macabras que no podía parar de gritar. Se acercaban a mí y me robaban un trozo de mis recuerdos. Me levanté del rincón oscuro donde me hallaba y vi, al final de un largo pasillo, una luz blanca tan potente que podía dejar ciego a cualquiera.

Caminaba torpemente entre los oscuros espectros que agarraban mis pies y gritaban que no me fuera. Ya tenía la luz frente a mí, y me disponía a entrar, pero otra sombra llegó hasta mí y me cogió en brazos sin que yo pudiera hacer nada para escapar. No recuerdo cuándo me desmayé, solo recuerdo los gritos de los fantasmas.

Desperté en una habitación parecida a un hospital, con las paredes en un color blanco que había perdido todo su esplendor. Intenté incorporarme para ver mi reflejo en una ventana de cristales opacos que no permitían pasar la luz. Me horrorizó la imagen que me devolvió el ventanal. Mi piel blanca estaba grisácea y mi cuerpo parecía haber perdido cinco kilos. En mi cara solo se veían dos grandes ojeras negras y mi pelo estaba suelto y desordenado. Mientras contemplaba mi reflejo me afirmé que lo que había sufrido no era un sueño.

Pero yo deseaba con todas mis ganas que sí lo fuera, así que me volví a recostar en la cama intentando recordar a mi madre...

LA HIJA DE LA MUERTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora