•PRÓLOGO•

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Meghan

Ser la hija de mi madre nunca ha sido sencillo.

Esther Davis.

Honorable doctora, madre dedicada y mujer ejemplar.

Con ella, todo es negro o blanco. Bonito o feo. Perfecto o desastroso. No hay intermedios ni tampoco espacio para las dudas, los errores ni la ignorancia.

Aprendí desde muy pequeña a siempre verme y escucharme perfecta. Aprendí lo que le gusta a mi madre para seguir su ejemplo, pero sobre todo aprendí lo que no le gusta para nunca cometer el gravísimo error de hacer alguna de esas cosas.

No digo palabrotas o pongo los ojos en blanco. No lloro ni tampoco me enfado en público. Soy agradable pero no exageradamente simpática. Siempre doy las gracias y digo por favor. Y todo el tiempo tengo una gran sonrisa pegada en mi rostro, aunque lo último que quiera sea sonreír.

¿Cómo me definiría a mí misma haciendo uso de una sola palabra?

FALSA.

Diría que soy una persona cien por ciento falsa.

De pies a cabeza soy la calcomanía de Esther Davis. Me convertí en lo que ella siempre ha querido que sea y en ese exhausto trabajo de querer agradarle me perdí a mí misma. O tal vez, nunca he llegado a conocerme realmente.

Es por eso, que en estos últimos días he estado tratando de descubrirme. A los dieciséis años he estado haciendo un montón de cosas por mi cuenta y solo para mí. Descubriendo lo que me gusta y lo que no, lo que volvería a hacer mil veces y lo que definitivamente no repetiría.

Por ejemplo. Me di cuenta de que me gusta decir palabrotas cuando me siento enojada. Usar un poco de color negro en mi ropa. Me encantaría no ser animadora. Y sobre todo, poder tener la libertad de elegir no ir a la escuela de medicina en un futuro cercano.

Me gustaría mucho dejar de ser todo el tiempo la maldita e irritante chica perfecta.

Pero al final, todo eso se queda en un gran me gustaría.

Como también me gustaría ser todo el tiempo más como la Meghan temeraria que se escapa de casa los viernes por la noche para ir a peleas ilegales. Porque sí, descubrí que me gustan las peleas. Y no me siento orgullosa de admitir esto, pero es la realidad, me gustan mucho más cuando cierta persona que odio profundamente es quien pelea en ese ring improvisado, con nada más que unos simples pantalones de chándal y sin una maldita camiseta que cubra los perfectos músculos en sus brazos, su pecho duro y esa hermosa tableta de seis.

También me gustaría maldecir en voz alta y no solo en mi cabeza.

Ser un poco más yo misma frente a los demás, sobre todo frente a mi madre, y no solo en mi interior. Me gustaría tener el valor de no temer a la desaprobación y así no lastimarme a mí misma.

Salgo de mis pensamientos cuando mi teléfono me alerta de la llegada de un mensaje de texto, lo desbloqueo y leo el mensaje de mi madre, a quien parece que llame telepáticamente.

Mamá: Nos vemos mañana a la seis en punto en el restaurante para la cena de los sábados. No llegues tarde y ponte el vestido rosado que te compre la semana pasada, con ese te verás muy linda.

Yo: Nos vemos mañana.

Si no es que cancelas en el último minuto.

Por supuesto, eso último no lo agrego al mensaje, pero claro que lo pienso. Mamá y yo solemos tener una cena los sábados de todas las semanas, una cena en donde hablamos y nos ponemos al día sobre las cosas que nos han sucedido. Pero ella suele cancelar con mucha regularidad porque surge alguna emergencia en el hospital.

Perfectos EnemigosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora