Capítulo X: El príncipe Alberic y el Cuervo (I/III)

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No entendía nada de lo que acababa de pasar, delante de mí estaba la pequeña montaña de arena en la cual se convirtió Odorseth, más allá Caleb y Athelswitta se miraban entre sí estupefactos, sin duda reflejando lo mismo que yo sentía

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No entendía nada de lo que acababa de pasar, delante de mí estaba la pequeña montaña de arena en la cual se convirtió Odorseth, más allá Caleb y Athelswitta se miraban entre sí estupefactos, sin duda reflejando lo mismo que yo sentía.

Caleb se acercó con paso lento hasta la pequeña montaña, se arrodilló frente a ella y dejó caer gruesas lágrimas de sus ojos de cristal.

—Maestro, ¿qué habéis hecho?

El hombre rompió a llorar, inconsolable. A él se acercó Athelswitta

—¿Qué es esto? ¿Caleb, qué es esto? —La mujer se arrodilló junto a él, frente a las cenizas. Extendió su mano como si fuera a tocarlas, pero en el último instante se arrepintió. Giró hacia mí y, con ojos desorbitados, preguntó—: ¡¿Por qué el patriarca os ha llamado Majestad?! ¿Quién carajos sois, Ariana?

Estaba aturdida, no encontraba qué contestarle.

—Yo, yo no sé por qué me ha llamado de esa forma.

Y era la verdad, no lo entendía, tampoco comprendía el motivo de haberme revelado esas visiones, ni por qué en el último momento se había convertido en cenizas. ¿Qué se suponía qué debía hacer?

De reojo miré a Keysa, lloraba en el rincón. Volví a sentir miedo, si estos alferis descubrían que yo era una sorcerina, o si creían que yo era la responsable de que su patriarca se hubiera muerto frente a ellos, le harían daño a Keya. Nunca debí acceder a traerla conmigo, debí enviarla con Kalevi y resguardarla en Doromir.

Athelswitta se levantó y con el ceño fruncido se me abalanzó. De un momento a otro sentí su mano cerrándose alrededor de mi cuello con tanta presión que me impedía respirar. Era como tener la garra de un hipogrifo furioso apretándome.

—¿No lo sabes? —masculló sobre mi cara mientras mis uñas aruñaban en vano sus avambrazos de metal, intentando que me soltara—. Pequeña mentirosa.

—¡Suéltala!

La sala comenzaba a desdibujarse a mi alrededor, cuando ella me soltó. Me desplomé en el suelo aferrándome el cuello en un ataque de tos. Keysa se precipitó hacia mí.

—¡¿Estáis locos, acaso?! —les reclamó ella—. Nosotras no sabemos los motivos de por qué vuestro compañero se derrumbó en un puñado de arena, ¿cómo podríamos saberlo? ¡No sois más que unos dementes!

—¡Ese puñado de arena, como vos lo llamáis, llevaba vivo y guiándonos cientos de años! —gritó Athelswitta—, y aunque en los últimos tiempos sus decisiones no eran del todo correctas, era nuestro líder, y la ha llamado majestad, a ella, a una desconocida.

Poco a poco, recuperaba el aliento, mi mente trabajaba a toda prisa, tenía que buscar una explicación que nos alejara a Keysa y a mí del peligro y al mismo tiempo me permitiera averiguar los planes de los alferis. Ellos confiaban en Odorseth, la mujer había dicho que fue su guía durante cientos de años, por eso, que de pronto me nombrara majestad, la había descolocado tanto. Decidí aprovechar esa pequeñísima ventaja y jugármela. Si salía bien podría ganarme la confianza de ambos, pero si salía mal...

Augsvert III: la venganza de los muertosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora