CAPÍTULO 6 | Finales de curso

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Un año de búsquedas sin éxito llevaba el ahora adolescente desde que había descubierto que los adultos vivían a mucha más velocidad que ellos, los jóvenes. Ese día de un casi verano se levantó de una buena siesta de varias horas y salió a la calle poco después con sus amigos a una discoteca. El plan era intentar colarse en ella, pues estaban pensadas para mayores de dieciocho, aunque solían frecuentarla mayormente menores, ya que los adultos estaban demasiado ocupados como para ir a lugares de ocio, y el guardia no parecía molestarse en revisar si la persona que tenía enfrente de él tenía dieciséis o dieciocho.

Hasta ahora, siempre que iban a algún lado era a restaurantes con una sala de baile y que admitían a menores, pero ahora habían decidido apostar por algo mucho mayor. Uno del grupo de los chicos era falsificador -y bastante profesional- de carnés de identidad, por lo que iban todos con tarjetas de plástico y unos años de más encima. Además, se conocían ya otros trucos para aparentar los veinte al menos. Barba de varios días y pelo hacia atrás engominado eran algunas de las técnicas con las que siempre intentaban engañar al guardaespaldas, que no estaba dispuesto a pasar ni una, por lo que debían ir bien preparados. A otros de sus compañeros les funcionó, ¿por qué no les funcionaría a ellos también? Ellos tenían diecisiete, poco menos de un año y podrían entrar legalmente. Demasiado tiempo para esperar. Además, ellos ya se consideraban adultos, así que siguieron con su plan. Tan adultos que ya casi ni hablaban de cosas de adolescentes: videojuegos, deportes, algún amorío que hayan tenido... no, sus dos amigos ahora solo hablaban del mundo laboral como si fuera el paraíso. Mientras tanto, nuestro joven chico se movía en la retaguardia, ignorando cada palabra que salía de sus bocas. ¡Como si no le hubieran calentado ya demasiado la cabeza sus profesores con elegir trabajo!

Era raro, muy raro. No por el hecho de que hablaran de sus ambiciones y sus trabajos soñados, no. Lo extraño era cómo ignoraban cualquier giro a la conversación que nuestro joven amigo intentaba hacer. Tan solo había pasado un año desde la última vez que los había visto y ya parecían personas completamente diferentes. Habían pasado de ser unos incompetentes despreocupados a dos jóvenes formales y ajetreados, con más preocupaciones que diversiones. Decidió dejar de darle vueltas a ese asunto porque ya estaban en la puerta del local. Otro día les preguntaría.

-¿Quiere nuestros carnés? -preguntó uno de los chicos con confianza, probablemente para no levantar sospechas.

-No tengo tiempo -contestó el guardia-. Se nota que ya tenéis la edad suficiente. -Se hizo a un lado y levantó la cuerda que bloqueaba la entrada al local-. Pasad -indicó el guardia, y se volvió a interponer entre la entrada y el último de los chicos antes de que este pudiera pasar-. Ah, no. Tú no, lo siento.

-¿Se puede saber por qué, señor? -preguntó nuestro protagonista, sin entender la razón por la que lo apartaron de sus amigos.

-¿Acaso no conoce las reglas? Además de tener dieciocho años, cosa que imagino que cumples, es necesario llevar tu propio reloj de muñeca. Va incluido en el código de vestimenta del local. Vuelve cuando tengas uno y la pista de baile será tuya. Hasta entonces, no podré dejarte pasar. Ahora, largo. Madura y ten tu propio reloj o sé un sin nadie -terminó diciendo, enfatizando fuertemente las últimas palabras de su mensaje, que parecía más una reprimenda y una orden.

Se fijó antes de marcharse en los brazos de sus amigos. En efecto, en la muñeca derecha de ambos unos brazaletes plateados emitían un tenue brillo como el fulgor de la luna. Ahora él no sabía si también quería uno o si quería destruir todos los relojes del mundo, los habidos y por haber.

***

Frustrado y sorprendido, estaba sentado en un escalón el chico sin un pase para entrar en la fiesta cuando se le acercó un hombre, mucho más mayor que él y se sentó a su lado. Sin darle tiempo a reaccionar o que se diera cuenta de su nuevo compañero de escalón, el hombre empezó a hablar:

-Eh, tú, joven. ¿Qué haces aquí?

Con esa pregunta logró llamar la atención del chico, que al fin le vio la cara. Era un hombre con la barba y el pelo canosos y descuidados. En una mano, la más alejada de él, llevaba un vaso de lo que parecía ser cerveza. Olía a alcohol y desgracia, a whiskey y dolor.

-Pues estoy en una fiesta. Fuera de la fiesta, de hecho. ¿Qué hace usted aquí? -respondió, como si no resultara obvio.

-Sentarme en un escalón, por si no lo ves. -Ese tono denotaba más una reprimenda por su respuesta a la defensiva que una molestia por sus formas-. ¿Es que tú tampoco tienes tiempo?

-Yo todavía dispongo de esa moneda, aún soy joven. ¿Por qué le interesa?

-Porque en este mundo ya no le importas a nadie, chico. Yo vivo en las calles de esta ciudad y vivo del dinero que me suelta la gente que no tiene ni tiempo para gastárselo. Sabes, yo no tengo ni siquiera trabajo, así que me limito a ver los días pasar hasta que me muera... -comentó con melancolía-. Y espero que eso sea pronto. Aprovecha tu juventud, chaval. A mí ya no me queda nada más que este reloj. Me lo dieron mi primer día de trabajo. Por suerte no me hicieron devolverlo cuando me despidieron...

Terminada su historia, el hombre mayor señaló su muñeca. Era un reloj simple, aunque los bordados eran de plata. Pero no era un reloj como los que él tenía, que eran de juguete y no funcionaban. Contaba el tiempo en horas, minutos y segundos, solo que pasaban tan rápido que era imposible pararse a mirarlos. El tiempo pasaba mucho más rápido en su reloj. Y eso le daba más pistas sobre el caso. Aun así, el chico se quedó para hacerle más preguntas al misterioso hombre, pues parecía saber más de lo que decía en un principio.

-¿Por qué me cuenta esta historia, señor?

-Dime, ¿crees que alguien cercano a ti te quiere? Ya sabes, joven, tu familia si es que tienes.

-Pues familia sí que tengo, pero no sé si me quieren o no.

-La duda ya dice mucho, chico. ¿Quién crees que, de tus padres, te quiere menos?

-Pues mi padre, sin duda. Mi madre me ignoraba. Mi padre no. Él me echaba de cualquier lugar de malas maneras.

No sabía el joven por qué le estaba contando todo esto a un señor que acababa de conocer y para colmo parecía vivir en las calles, lo cual no le transmitía mucha confianza. Además, iba borracho. No creo que pudiera estar peor. Sin embargo, la conversación con él le estaba resultando terapéutica, le estaba ayudando a desahogarse. Y eso le estaba ayudando a sentirse mejor, a dejar ir el apego que todavía sentía por sus padres y darse cuenta de que en verdad nunca lo llegaron a querer.

-Bien. ¿Tiene tu padre algo que aprecie mucho?

-Pues... ahora que lo dice, sí. Tiene un reloj el cual aprecia muchísimo. Nunca se lo quita y nunca se lo he visto, aunque dice que vale una fortuna. Si no fuera porque veo el bulto que se marca en la camisa de su traje, pensaría que no existe.

-¡Perfecto! Eso es lo que harás, chaval.

-¿El qué, señor?

-¡Robárselo, pues! ¿Qué si no? Él te ha robado tu infancia y tu adolescencia con su abandono. Ahora es el momento de que tú le robes su posesión más preciada, chaval. Y cuando se lo robes, ¡quédatelo y póntelo! Hazlo tuyo y que no lo pueda recuperar. Un reloj tan bonito merece un dueño más bueno.

-Pero robar es malo. No quiero ir a la cárcel ni que me detengan.

-¿Y quitarle la inocencia a un niño no es peor? Si tanto te preocupa lo que pueda hacer, escápate de casa y no vuelvas. Dudo que se molesten siquiera en buscarte según lo que me has contado, chico.

-Puede que tengas razón. Tengo que irme -se lamentó el joven-. Un reloj me espera. Muchas gracias por compartir tu historia conmigo y por el consejo.

-Nada, chico. Mucha suerte.

Y mientras iba corriendo camino a su casa, el chico sintió que ese señor había aparecido por un milagro para ayudarle. Había tenido la duda de si debía tener un reloj o no. Ahora lo tenía claro. Al fin podría cobrar venganza por todos esos años en los que su padre le había tratado mal.

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