CAPÍTULO 7 | MANECILLAS VELOCES

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Cierro con fuerza la puerta de casa al llegar. Mis padres están dormidos seguramente, o de lo contrario no rendirán el próximo día en el trabajo. Esa es una de sus cualidades: tener un sueño profundo. Puede haber un terremoto o el ruido de un atasco de coches que no se despertarán.

Voy hasta su dormitorio y abro la puerta con lentitud para evitar cualquier ruido. No hay que tentar demasiado a la suerte. En cuanto abro la puerta, veo sus cuerpos allí, adormilados, moviendo sus vientres al compás de sus ronquidos. Hasta ellos parecían ir más rápido de lo normal, como si roncar más veces por minuto los hiciera descansar más.

Voy hasta mi padre, que duerme en el lado de la cama más próximo a la puerta. Lo destapo con cuidado y me fijo en su muñeca. En efecto, tiene un reloj puesto. Uno bastante bonito, a decir verdad. Es dorado en los bordes, al igual que las manecillas. El resto es de un blanco nacarado que emite un tenue brillo a la luz de la luna.

Me acerco para mirarlo más detenidamente y, cuanto más me acerco, más brilla. Siento que me está llamando. Quiere que sea su nuevo dueño. Mi cerebro lo puede notar. Me está hablando. Quiere que me quede con él.

Intento quitárselo. Tiene un cierre dorado y metálico como toda la cadena que lo mantiene sujeto alrededor de la muñeca de mi padre. Intento abrir el cierre, pero por mucha presión que haga para que pueda sacarlo de allí no sale. Está atrapado y la jaula es mi padre. El pobrecito quiere que lo rescate, pero no está resultando fácil. Se le ve inquieto, muy inquieto de hecho. Las manecillas cada vez giran más y más rápido, probablemente para indicarme que me dé prisa. Lo estoy intentando. Debo pensar otra manera de quitárselo, esta no está funcionando. Sigo viendo el reloj, que gira tan deprisa que las manecillas ya son prácticamente imperceptibles. Juraría que hasta los ronquidos de mi padre van cada vez más deprisa, pero no se levanta ni él ni mi madre, como si estuvieran hechizados. Como si estuvieran programados para no despertarse.

El sonido de las manecillas ya me tiene harto, inquieto. Vibran demasiado fuerte. Tiro un poco de la corona, como cuando se usa para cambiar la hora. Tal y como esperaba, se paran las manecillas. Pero no solo dejo de oír el sonido del reloj al pasar las horas, minutos y segundos. Ahora tampoco oigo sus ronquidos. ¿Lo habría despertado? ¿Y si el reloj programara su sueño? Mierda, tengo que irme de ahí cuanto antes. Ahora soy un ladrón. Miro alrededor de la habitación antes de irme, porque no tengo pensado volver. Como se entere estará furioso, así que como venganza aprovecho para llevarme también su despertador. Son sus dos pertenencias más preciadas. Aunque no compensen el precio de todas las noches abandonado a la intemperie de la noche sin un amor paterno, me servirán como venganza.

Cierro la puerta con suavidad en caso de que aún siga adormilado y pongo el armario del pasillo de modo que bloquee. Es un armatoste de roble de hace un siglo lo suficientemente pesado como para tardar un rato en moverlo. Aunque me cuesta varias decenas de minutos moverlo hasta allí, merece la pena, o eso espero. Soy más fuerte que mis padres, así que espero que eso me dé ventaja.

Bendito sea el gimnasio por haberme dado estos músculos.

Corro a mi cuarto y agarro algunas pertenencias que podrían servirme de utilidad adonde quiera que vaya: una navaja multiusos, un mechero, una brújula... y mi querido diario, no me había olvidado de él y de las páginas que llené cuando era pequeño. Tantas como las lágrimas que derramé.

Y es en estos momentos cuando bolsa en mano me doy cuenta de que llevaba encerrado en una prisión toda mi vida. No me dejaban salir para nada más que ir al colegio, aunque bien es cierto que como cuando están en casa duermen, aprovechaba para escaparme. Nunca se llegaron a enterar, y si lo hicieron no tuvieron tiempo para regañarme, supongo.

Cuando era pequeño pensaba que era normal, que se preocupaban por mi bien, y no me molestaba. ¿Qué niño podría generar aversión hacia las personas que le dieron la vida y un lugar en el que vivir? La cosa es que ya no soy pequeño. He crecido física y mentalmente, y es por eso que ahora los odio. Los odio con todo mi ser. Y dudo que ellos siquiera se molesten en tener tiempo para sentir. Me iré para siempre y con algunas de sus cosas más preciadas.

Mi nuevo hogar no está muy lejos, por suerte. Se encuentra en un bosque cercano donde ni se molestarían en mirar. Allí viviré en paz, en libertad. Y no tendré a nadie molestándome.

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