Epílogo

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Donde él vio una oportunidad de escapar de las redes del artilugio de las horas, ellos vieron una forma un tanto estúpida de perder tiempo de libertad.

Alrededor de nuestro protagonista había un tumulto de cosas rotas: todos sus utensilios de supervivencia, un par de ramas de los árboles más próximos... y el despertador. El despertador se había quedado hecho añicos. Iba a ser irreparable, al igual que sus huesos. Se le habían fracturado los huesos en tantos pedazos como estrellas en el cielo nocturno. Ni el mejor de los cirujanos podría solucionar tal desastre.

Ya había empezado a brotar sangre por todos los poros posibles de su cuerpo. Se iba a desangrar en minutos como alguien no llamara a emergencias. El problema era exactamente ese: no había nadie cerca. Y el reloj no tenía esa función. Podía hacer muchas cosas, como hipnotizar a un adolescente, aislarlo en un bosque y llevarlo al suicidio, pero no era capaz de llamar a una ambulancia.

A quienes sí pudo llamar es a ellos. Sus salvadores, quienes podrían revivirlo. Llegaron en veinte minutos y se llevaron el cuerpo al completo del joven en una furgoneta negra, tan oscura como sus planes. Iban rumbo a un laboratorio, el único lugar donde podrían traer a este chico de vuelta a la vida.

En cuanto llegaron, lo tumbaron en una camilla y observaron el cadáver del joven. Estaba en condiciones miserables. Ya lo habían visto en el bosque mal, aunque visto ahora, más a fondo, estaba incluso peor.

-No podremos utilizar su cuerpo -dijo uno de los dos cirujanos, esperando ser entendido llevando una pesada máscara, parecida a las antigás de algunas películas sobre apocalipsis.

-Tocará hacerle un trasplante -respondió el otro, que también iba con su propia máscara y no se le entendía apenas.

-¿No nos queda otra?

-Me temo que no.

-Manos a la obra, pues.

Tres horas después, habían logrado extraer de su cuerpo el cerebro y el corazón, además de su reloj, evidentemente. Este se había sincronizados a los dos órganos y ahora formaban un todo.

-¿Con cuál haremos el trasplante?

-Con el número veintisiete. Está en el almacén número tres. Tráigalo cuanto antes.

Y el más joven de los dos siguió sus órdenes, mientras el otro vigilaba los dos órganos y el reloj. No fue durante mucho, pues cinco minutos más tarde apareció de nuevo el cirujano con una camilla y un bulto cubierto por una manta blanca. Cuando lo destaparon, quedaron maravillados ante lo que vieron: el cuerpo de un hombre de unos casi treinta años en perfecta forma y vestido con un traje sin siquiera una arruga. Era un hombre alto y guapo. Parecía que en vida había dedicado bastante tiempo a entrenarse hasta ser modelo de revista.

-Es un buen ejemplar -comentó el más joven de los cirujanos-. ¿No será mucho para él?

-Créeme que no -contestó el mayor-. Este chico tiene un reloj de oro. Debe de venir de una familia poderosa. Un cuerpo que cumple los estándares de belleza para un chico que cumple los estándares de riqueza. A la gente le encantará, y eso es lo que queremos, para eso nos pagan.

-Tienes razón. Si no fuera porque nos pagan tanto no sé ni qué haría con mi vida. Tal vez me daría pena este chico. O este hombre que tuvimos que quitar de en medio por saber de más... aunque es guapo. Al menos nos servirá para atraer a la gente.

-Supongo. Venga, ¡menos cháchara y a trabajar!

-Sí, señor.

Otras tres horas más tarde terminaron la segunda parte de la operación. Introdujeron en la cabeza hueca del bello hombre un cerebro y en su vacío pecho un corazón, aunque ninguno de ellos fuese suyo. Todo ello sin dejar ninguna cicatriz visible. Eran maestros en su arte, por así decirlo. Y, como toque final, volvieron a poner ese reloj dorado y fulgurante en la muñeca del hombre con cerebro de adolescente que había madurado antes de hora.

-¡Listo, jefe! Se acaba de despertar, ahora le toca a usted.

-Gracias, puedes retirarte. -Señaló la puerta a su joven compañero, que la atravesó sin dudarlo por la fatiga que tenía-. Bienvenido, Veintisiete, es un placer que te hayas despertado. Permíteme que nos conozcamos. Yo soy el señor Montgomery y estás en las instalaciones de Dlichstorn. Este será tu nuevo lugar de trabajo. Nos complace decirle que en estas oficinas contamos ya con más de catorce mil plantas, en las que nuestros trabajadores disfrutan de largas y duras jornadas de trabajo. Y el tiempo es oro, teniendo como prueba su reloj. No se preocupe, no le haremos sufrir mucho. Además, los miembros de rango Oro como usted tienen acceso a enormes privilegios. Verá, aunque trabajará más horas, no se cansará tanto -se sacó de su bolsillo unas pastillas-. Tome, es una de nuestras últimas creaciones. Con que se tome una ahora bastará. No debería hacer falta una segunda, pero en caso de que la necesitara, su reloj me lo indicará para que se la suministremos. ¿Entendido?

Veintisiete asintió, pues era lo único que podía hacer, lo único que el reloj quería que hiciera. Acto seguido, se tragó la pastilla, sin agua ni nada, y sonrió al señor Montgomery.

-Oh, y también es necesario que se conecte todos los días a los tubos. Son unas secciones independientes de su zona de trabajo e individuales donde se conectará tras sus jornadas de trabajo. No es nada malo, tan solo es necesario para que llevemos un registro de todo el trabajo que realiza. Será en ese momento cuando nos compartirá todo su trabajo de la jornada también. Nos hace falta para analizar la productividad de los trabajadores, nada grave. ¿Le queda claro, Veintisiete?

Y este volvió a asentir.

-Me alegro mucho, señor Veintisiete. Ah y su apellido es B-E-300, le hará falta para saber a qué piso dirigirse. Bienvenido a Dlichstorn -terminó diciendo, mientras le colgaba una identificación al cuello y le entregaba un maletín con sus pertenencias.

***

Los siguientes días transcurrieron con normalidad, dentro de lo que podía caber. Llegaba a su oficina, de unos cuatro metros cuadrados, la cual no tenía más que un escritorio sobre la que descansaba un ordenador y una silla. En cuanto se sentaba, la silla le ponía unos grilletes en manos y pies hasta que se acabara el contador, y de ahí no podría levantarse hasta que el contador se agotara. Tres mil horas duraba el contador, pero no se hacían largas. Para un cuerpo incapaz de pensar era como vivir sin estar viviendo, nada duro.

Una vez que se acababa el contador, abandonaba su cubículo sin ventanas y se iba a una gran habitación llena de cápsulas opacas: la Sala de Transmisiones. Cuando iba allí, se metía en una de las cabinas y la cerraba con su llave para que nadie viera nada. Era una de las reglas. En cuanto lo hacía, unos largos tubos se introducían por su boca hasta llegar a su muñeca, al reloj. Absorbían durante un rato la información y luego volvía a abrir la cápsula para volver a su puesto de trabajo y comenzar un nuevo contador. Menos mal que se había tomado la pastilla. A saber qué sería de este gran chico si no la hubiera aceptado... no sería probablemente nada.

Ahora le tocaba mantener el orden y evitar que las disidencias causaran algún destrozo. Eran pocas, mas no nulas, por lo que debían ser eliminadas de inmediato. Es eso o darles trabajo, y la primera opción es más sencilla, por lo que no se complican.

Parece que Veintisiete será un orgullo para Dlichstorn. Tal vez incluso llegue a ser parte de la alta familia algún día... quién sabe. De momento solo sé que para la familia que lo crio es un prodigio -al menos para su padre-. Es increíble verlo ahora, cómo ha cambiado... ha pasado de ser un inmaduro a todo un hombre en días, y eso que hace menos de una semana me mató y me robó mi reloj... aunque ya era hora de continuar con el legado familiar, así que ahora es su reloj.

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