En la guerra, quién tiene la ventaja es aquel que conoce el terreno.
Esa era una afirmación que Aemond llevaba escuchando desde que tenía uso de razón, una que nunca sintió tan verdadera como hoy: cubierto de polvo, con el casquillo de la pistola roto y con el orgullo pisoteado; sentado en el extremo más discreto de la sala de reuniones, rogando para pasar desapercibido ante sus compañeros.
Lástima que eso fuese imposible para un Targaryen. Y para un tuerto.
Los demás oficiales cuchicheaban en su propia esquina, susurrando entre ellos y volteando en su dirección cada vez que soltaban a reír, para avisarle de forma no tan discreta que él era el objeto de su burla.
Si Aemond no siguiera tan afectado por el estupor del fracaso, probablemente se burlaría de sus intentos poco astutos de intimidación adolescente. O al menos eso le gustaba creer, porque en el fondo era bien consciente de que se sentiría ofendido de cualquier manera; aún le hervía la sangre cada que recordaba la broma del cerdo, y de eso ya había pasado más de una década.
—Buenos días, oficina —Corlys Velaryon entró por la puerta principal, dejando a todos con la palabra en la boca. Horrible sensación.
—Buenos días, jefe —repitieron al unísono, con el mismo tono militante.
El agente se paró frente al cabezal de la mesa, igual de recto e intimidante como debió haber sido en sus años más mozos. Muy diferente al afable Corlys que conocía de situaciones informales.
—La policía estatal está molesta, el gobierno está molesto. No quieren respuestas ni conjeturas ni consuelos, lo que desean es ver resultados —explicó, colocando sus manos sobre la mesa—. Y yo me pregunto...¿dónde están esos resultados? ¿Mi equipo está lleno de imbéciles?
La sala entera calló.
—Vuelvo a preguntar: ¿mi equipo está lleno de imbéciles? ¿De gente mentalmente incapaz? ¿De idiotas?
De nuevo, nadie fue capaz de responder a sus dudas. El silencio se podía cortar con cuchillo, un ambiente tan tenso que solo necesitó de un bolígrafo resbalando entre sus manos para poner toda la atención equivocada sobre él.
—¡Targaryen! —Corlys lo señaló con la quijada— Dígame, ¿cuál cree que es el fallo de este escuadrón? Lo escuchamos atento.
Aemond pasó saliva, resignado a contestar. —Nuestro problema es el exceso de escrúpulos, señor —se mordió la lengua—. Mientras nosotros seguimos las reglas de forma religiosa, esos contrabandistas carecen de moralidad, juegan sucio y jamás dudan de hacer daño con tal de cumplir sus objetivos. Necesitamos endurecernos las manos, o eventualmente nos superarán.
—¡Vaya, Targaryen! —exclamó uno de sus compañeros— Nunca pensé que un tuerto fuera capaz de ver tantas cosas. ¿De casualidad no tendrá una bola de cristal bajo el parche? Seguro le iría mejor como adivinador que como detective.
Los compinches del tipo se carcajearon, ignorando el respeto que le debían a la presencia de su jefe. Aemond esperó a que la algarabía se calmara, para soltar unos litros del veneno que le corría por las venas. Le venía en falta.
—Hay cosas para las que no necesito tener dos ojos, Crayne —contestó con una sonrisa irónica—. Una de ellas es darme cuenta de que todos sus hijos tienen las mismas orejas gigantes del oficial Florent.
El acusado se retorció en la inestabilidad de su asiento, con la cara roja de vergüenza y la moral mancillada. Crayne volteó a mirar al hombre –que según tenía entendido, era su mejor amigo– durante unos segundos, como si de verdad estuviera considerando y analizando sus palabras.
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𝐋𝐮𝐱𝐮𝐫𝐲
RomanceEs 1922. Al detective Aemond Targaryen se le ha ordenado cumplir con la captura de Jason y Tyland Lannister, el terror que ha estado operando en las sombras desde la prohibición. Debido a sus constantes fracasos, su jefe le ha impuesto un ultimátum;...