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La jodienda.


Él insistió hasta alcanzar el nivel de lo incómodo para y entre ambos, porque nueve minutos pasaban de la media noche y aquella no era una hora prudente para que una mujer —en calidad de señora, señorita o Licenciada— anduviera sola por la calle, así se tratara del Upper East Side. Ella, sin embargo, se negó rotundamente, pues, aunque agradecía y apreciaba tal magno y caballeroso gesto de su parte, e incluso pese a que entendía que lo hacía por sus principios de sobreprotección, todavía no estaba lista para regresar a casa.


—Estás cansado —le dijo suavemente, mirándolo por la esquina de su ojo izquierdo.


Creyó que el eufemismo anterior, el cual no significaba otra cosa que un "te ves como la mierda", lo convencería de dejarla ser y de estar sola. Además, con el paso del tiempo, los bostezos habían sido frecuentes protagonistas de su fisonomía.


—Y tú no te ves mejor —resopló él con los ojos vidriosos y los pómulos ligeramente enrojecidos.


La miró abatida, con los hombros caídos y la mirada débil, como si la conversación que tenía en su cabeza le provocara las más ruines ganas de hacer una verdadera catarsis, aquella que no había logrado a través de la comida o de la bebida, con un llanto que no sabía si nacía de la tristeza, la frustración, el enojo, la aflicción, o de todas las anteriores, convergiendo en una mezcla mortal.


El barman interrumpió el encuentro de miradas con su presencia y la colocación de la escuálida carpeta negra sobre la barra a la que habían decidido sentarse en vista de que, cuando habían llegado, no había habido otro lugar más que ese.


Él hizo, primero, un gesto al barman para que no se retirara, para que tuviera paciencia y esperara los segundos que le tomaría sacarse la cartera del bolsillo interior del saco y sacar la tarjeta. Luego, de ipso facto, le hizo un gesto a ella para que se detuviera. Había sido suya la idea de terminar en el Four Seasons, así como también la gula del pulpo, las papas y las hamburguesitas con las que habían rematado la colación.


—Tú pagaste la cena —le dijo con una sonrisa conciliatoria.


Ella asintió sin ánimos de pelearle la cuenta para lograr partirla al menos por mitad, lo cual habría alcanzado a rozar los límites y los supuestos de lo que era justo.


—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? —preguntó él una última vez.


—Me quedaré hasta que cierren —le dijo con un asentimiento y bostezó disimuladamente contra su puño—. Cierran a la una.


—De todas maneras, estás en un lugar en el cual rentan dormitorios muy bonitos y muy cómodos...


—¿Bromeas? —resopló—. Me mata si no llego a casa. Se mata si no llego a casa.


—Evitemos muertes, entonces —sonrió divertido—. Prométeme que no te irás caminando, que tomarás un taxi.


Ella lo miró por la brevedad de un segundo en el cual quiso reclamarle por sus arranques sobreprotectores, pero, debido a que sabía que lo hacía con buenas intenciones, no tuvo ganas ni de reclamar ni de rezongar. Lo observó ponerse de pie, ajustarse el nudo de la corbata al cuello e inclinarse en su dirección para despedirse. Le ofreció la mejilla izquierda y luego la derecha.

Antecedentes y Sucesiones - TraducidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora