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De la tercera ley de Newton


Miercoles CEST (UTC+2)


Los aeropuertos la estresaban como pocas cosas en la vida, quizás más que su ineptitud para contestar exámenes estandarizados, y le despertaban la paranoia de los eventos catastróficos, ya no solo de un loco con una bomba, sino de perder el pasaporte y de saberse sin eso por lo que muchos iban a la guerra: la patria.


Luego de batallar con el código de reservación y su apellido en la pantalla del autoservicio de Alitalia, se asombró de que tenía boletos prioritarios. Su primer impulso fue el de escribirle a Emma para darle las gracias. No obstante, la diferencia horaria se le cruzó a tiempo por la cabeza para considerar que era algo que podía esperar a su llegada.


El espacio estaba lleno con vuelos internacionales directos, de esos de nueve horas o más, y con los que hacían escala dentro de la Schengen. Pensó en si debía documentar primero y luego irse por ahí con Alex, o si estaba bien que lo hiciera al revés. Pero, teniendo el respaldo de viajar en clase ejecutiva y todos sus beneficios, se decidió por la última opción.


–¿Tienes hambre? –le preguntó a una Alex que se había distraído momentáneamente con el manubrio de la maleta.


–Me muero por algo de beber –repuso sin asentir.


Figuró que a esa hora los metiches todavía no funcionaban en lo absoluto o no estaban en completo dominio de sus facultades prejuiciosas; por ello, se animó a pasearse por el área de la comida de la Terminal 3, sosteniendo la funda con el vestido enrollado en la mano derecha y el meñique de Alex en la izquierda.


Observaron las opciones y detestaron al italiano promedio por acaparar los cafés, dejándoles libres una osteria que inspiraba poca confianza al no tener ningún cliente y un comedor. Se decantaron por la última para sentarse mientras daban las ocho y media. Intentaban estirar el tiempo.


Alex se dejó invitar –siendo esa la manera en la que se proponía compensar el absurdo costo de la gasolina que había gastado en llevarla– a una porción de pizza por porciones de mozzarella con alcachofas y cebolla, y un centrifugato de manzana verde y naranja.


A diferencia de aquella vez en la que la italiana pensó que Irene se iba a comer la cafetería entera, ahora la contempló quitarse el ayuno con un batido de melocotón y fresas y un panzerotto de ricota y espinacas.


–¿Qué quieres que te traiga? –murmuró Irene en lo que se terminaba el batido.


–Contigo de regreso me conformo –sonrió seductoramente, y, ante los ojos entornados de la griega, prorrumpió en una risa–. Algo que cuando lo veas te haga pensar en mí –le dijo–, pero no es necesario que me traigas algo. Hablaba en serio: me conformo con que regreses.


–Imagínate que regreso con una de esas camisetas de I Love NY –rio.


–Si eso te hace pensar en mí... –asintió Alex–. Solo asegúrate de que sea una talla lo suficientemente grande. No me gusta asfixiar el parachoques. No así.

Antecedentes y Sucesiones - TraducidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora