Cuento 7: El infierno.

13 0 0
                                    

De un momento a otro, los ojos de Martin dejaron de pesar tanto.

Martin despertó.
No sabía dónde estaba, no sabía cómo había llegado ahí. Su último recuerdo, era el de un hombre cargándolo en hombros camino a un coche. Tenía la percepción del tiempo alterada, no sabía cuánto tiempo había pasado entre ese recuerdo y la actualidad.
Le costó trabajo comenzar a moverse, estaba agotado física y mentalmente. Fue entonces cuando detectó que estaba amarrado. Sus brazos se movían torpemente, tratando de deshacer las correas. Sus esfuerzos fueron en vano. Gritó por ayuda, nadie le escuchó.

Martin miró a su al rededor. Estaba enclaustrado. Grandes ventanales mostraban a lo lejos la luz de una esperanza, una esperanza que para Martin, no significaba nada.
Tiró una y otra vez de las correas. No tuvo éxito en ninguna ocasión. Pataleó. Gritó y la voz se le quebró en una especie de llanto. Nadie acudió al rescate.

Surcó sus labios con la punta de la lengua. Los supo secos. Con la poca movilidad que tenía en los brazos, se frotó los ojos para ver mejor su ambiente. También estaban secos. No había bebido agua ni había probado alimento en mucho tiempo. Gritó una vez más, su ronca voz terminó lanzando una tos de alarma. Lloró sin lágrimas y lanzó patadas a enemigos que no existían. 
Maldijo a todo el mundo sin completar una sola palabra.
Trataba de recordar la cara del hombre que lo llevó a tal suplicio. No la recordaba. 

Martin se tranquilizó por un momento. Se tomó un momento para valorar la situación y ver lo que podría salvarlo. Los ventanales eran su mejor opción. Tal vez el ruido pudiera escapar por ellos y alcanzar a alguien fuera de ese lugar. Aun así, estaban demasiado lejos, tal vez el ruido no llegara hasta ellos, quizá ni siquiera fuera lo suficientemente fuerte como para atravesarlos. Busco una forma de vencer a las correas que lo ataban a la silla, o lo que fuera el aparato al que lo tenían atado. No la encontró. Buscó en sus instintos más básicos de supervivencia, cualquier herramienta que pudiera serle útil para salir de aquel infierno.

Martin gritó, gritó y gritó hasta que la voz se le cebó. 
El aire se fue haciendo cada vez más seco, la temperatura, aumentó. Un abominable ser había preparado todo para acabar con Martin de una forma tan horrible, cruel y despiadada. Los últimos momentos de Martin fueron un verdadero infierno. 
Hubiera sido preferible que lo mataran de cualquier forma, pero literalmente murió de la desesperación. 
Gritó llamando a alguien, a quién fuere, todo con tal de vivir.
Vio su vida pasar frente a él en un minúsculo instante. Sus extremidades se hicieron más pesadas conforme el tiempo avanzaba y sentía un fuerte dolor de cabeza que no lo dejaba ver más allá. Su boca deseaba un sorbo de agua. Su cuerpo deseaba estar desatado y poder escapar. Sul ama deseaba vivir.

Martin imaginó por última vez, un abrazo de su madre. A su padre hablándole de historias que él no entendía del todo, mientras conducía camino a casa. Recordó los mimos de sus abuelos y atesoró todas las experiencias que el mundo le ofreció. Martin murió, sin que el mundo lo supiera.

Horas más tarde, la policía arrestaba al responsable de la muerte de Martin, mientras su madre, hecha pedazos por la noticia, se destrozaba aún más en el suelo.
El responsable era Salvador Hernández, un latino alcohólico que había subido a Martin a su auto mientras este estaba inconsciente después de una fiesta. Lo subió a la parte trasera de su vehículo, donde lo ató, asegurándose que jamás pudiese soltarse. Se lo llevó lejos, presumiblemente a un lugar donde la madre de Martin no tuviese oportunidad de rastrearlo. 
Lo dejó encerrado en un aparato de tortura que le quitaba la vitalidad de a poco. El aire, que de por si era seco y caliente, se hacía aún más seco y caliente, además de carente de oxígeno.
Salvador se marchó a seguirse embriagando con algunos amigos mientras dejaba que el cerebro de Martin se cocinase a fuego lento, bajo uno de los veranos más calurosos en Phoenix. Al volver, Salvador encontró a Martin sin vida, justo como era de esperarse.

Salvador se declaró culpable y pidió perdón a la familia de la víctima. La madre de Martin no lo concedió. El padre mucho menos.

La madre de Martin, desconsolada, va a visitar la tumba de su hijo, que tenía una vida por delante, muchos años por vivir, muchos sueños por lograr, muchas metas que alcanzar, muchas cosas por hacer. No comprende cómo es que la vida le pudo quitar a su hijo, tan alegre, tan hermoso, tan joven.
Martin tenía solo 5 meses de edad, cuando el alcohólico de su padre lo dejó encerrado en su auto afuera de una tienda de autoservicio en Arizona. Que en paz descanse Martin Hernández. 


Cuentos de fin de semana.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora