Cuento 10: En 3 días.

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Me miró a los ojos; supe lo que diría antes de si quiera conocer su nombre.

Parecía que nos conocíamos de hace mucho, de hace tanto, de otras vidas. No sabía cómo se llamaba, su edad o procedencia, pero sin duda sabía quién era.
Sabía que este día llegaría, el día en el que, tocaran a mi puerta y encontrara enfrente los verdes ojos que ahora me ven sin poder decir palabra. No lo necesitan. Yo sé qué es lo que dirán.

Se presentó usando su nombre de pila y el apellido de su madre. No me resultaba familiar, pero le invité a pasar, le dije que lo estaba esperando.

"Max Landa"

La blanca bóveda emanó esas palabras que me retumbaron en los oídos y la lengua, como si para poder creerlo tuviera que repetirlo, no era capaz de decirlo.
Era curioso, su voz sonaba exactamente como siempre creí que sonaría. Era un momento conocido, bastante conocido, al menos para mí. Su visita se sintió más como un deja vú o cómo la contemplación de un sueño recurrente ocurrir de una vez por todas.

Cuando al fin pude llamarlo por su nombre y saludarlo, algo me hizo querer tratarlo de usted.

-He venido a...

-Sé a lo que ha venido. -Le interrumpí.

Se quedó en shock ante la seguridad de mis palabras.
Estaba nervioso, movía la rodilla de arriba a abajo mientras me veía el pecho. Evitaba a toda costa el contacto visual, cruzaba las manos en 3 posiciones diferentes: derecha interna, izquierda interna y entrelazando sus dedos. No sé si era consciente que su respiración marcaba el ritmo del viento en la habitación, o que su corazón se coordinó con el mío al momento de latir. Quizá ni siquiera era consciente de que estaba escuchando latir su corazón, me pregunto si él escuchó latir el mío y notó lo mismo que yo.
Cruzó la pierna derecha sobre la pierna izquierda antes de pegar una gran bocanada de aire para comenzar a hablar, ofreció la palma al viento para que guiara sus palabras y me contó de lo lejos que ha venido. Me contó de las horas que condujo, del accidente que hubo en la carretera norte y que le ocasionó un retraso de dos horas. Hizo un par de bromas respecto al tráfico de la ciudad, bromas que acepté con gusto, pues el pícaro hombre tenía el toque. Su sonrisa era blanca, su barba era tímida, pero de un tono mostaza que lo hacía destacar, los rizos de su cabello te confundían con bastante facilidad, era imposible saber si estaban subiendo o bajando de su raíz. El color de su piel iba bastante bien con el Old Navy de su traje casual, sus tímidas manos que apenas y mostraban índices de haber tenido que hacer algo que no fuera sacar punta a lápices y leer largos párrafos en idiomas que ambos sabíamos leer, pero solo él había tenido la oportunidad de hablar. Sus uñas estaban muy bien cuidadas, daban la sensación de ser de un material diferente a la queratina, como si de un polímero más brilloso y pulcro se tratase; se podía ver el rosa de la sangre fluyendo por debajo de ellas y, cuándo se apretaba sus tres dedos dominantes para hacer énfasis en sus palabras, el tono cambiaba a rojo.

Pronto, la conversación cambió su curso y recibí un golpe de martillo en algún ventrículo del corazón. Era como si al verle me lo hubiera dicho todo, pero al oírlo hablar hubiese olvidado el porqué estaba aquí. Su mirada cambió y la mía también. Ninguno de los dos quería decir lo que quería decir. Por mi parte, a mí aún me dolía y a él comenzaba a dolerle.

Me preguntó por cómo había estado, le contesté que no cómo solía soñar que estaría a mi edad. Le pregunté sobre si estaba decepcionado del hombre que le había abierto la puerta y me respondió que no, que solo estaba asombrado. Me preguntó cuántos cigarros me fumaba al día, con los dedos le contesté en cajetillas. Vio las botellas en los rincones del apartamento y me preguntó qué día me volví fan del jerez, le contesté con una fecha que ni siquiera estoy seguro de que sea cierta. Increpó a mi ser sobre hace cuánto que no me corto el pelo y me cuido la barba, le contesté de modo sincero que era un asunto circunstancial, que de saber que llegaría este fin de semana a la ciudad, hubiera ido corriendo a procurarme.
Me preguntó por cuántas horas de sueño me abrigan en la noche y le contesté que depende más de la noche que de mí. No era adivino, y mucho menos médico, más las ojeras, las manchas de mi piel y la resequedad en mis labios le mostraban a un viejo hombre que no se había cuidado bien.
Me preguntó cuántos años tenía, se vio impresionado al saber que teníamos la misma edad.
Le supliqué que cesara con sus preguntas y que de una vez abordáramos el tema que nos competía a los dos, pues era menester terminar con mi dolor lo más pronto posible.

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