Había una vez un joven sin nombre, que vivía en una pequeña ciudad en las afueras. Este joven, como muchos otros, tenía sueños y metas en la vida, pero se sentía atrapado en su propia mente. A veces olvidaba las cosas que debía hacer, porque su mente estaba llena de ideas y pensamientos que lo distraían de su realidad.
El joven anhelaba crear algo nuevo y emocionante, pero se daba cuenta de que eso significaba dejar atrás ciertas cosas que valoraba en su vida. Quería ser como antes, cuando todo era más simple y fácil.
Aunque sabía escribir la palabra "madurar", su mente lo detenía a la hora de actuar. Sentía que sus pensamientos lo controlaban y no podía hacer lo que realmente quería. Sin embargo, se negaba a pedir piedad a los demás, porque sabía que podía arreglar sus problemas por sí mismo.
Un día, el joven conoció a alguien especial. Esta persona era importante para él, pero se sentía inseguro de si realmente la merecía. No se sentía lo suficientemente bueno, como si no hubiera ganado el derecho a estar cerca de ella.
El joven se encontraba luchando con una ansiedad que lo atormentaba. A menudo, sentía que su realidad estaba fuera de su control, y no sabía cómo enfrentarla. A veces, deseaba que las cosas fueran diferentes, pero sabía que no podía desear mal a los demás solo para liberarse a sí mismo.
En su lucha interna, el joven se preguntaba qué hacer si esa persona especial no estaba bien. No sabía si debía mentirse a sí mismo o tirarse a sus pies, y se cuestionaba si realmente se la merecía. Sabía que el privilegio de tenerla en su vida no lo había ganado por derecho propio.
El joven sin nombre seguía luchando con sus pensamientos y emociones, tratando de encontrar una manera de superar sus inseguridades y vivir una vida plena y feliz. Pero, a pesar de todo, seguía creyendo que podría lograrlo, y se aferraba a esa esperanza mientras seguía adelante.
