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Toolies estaba situado en una de las pocas calles pavimentadas que atravesaban Durstrand. El desayuno, caliente, frito y casero, se podía ordenar todo el día. Por la noche, cuando las personas que iban a la iglesia estaban en sus hogares leyendo sus Biblias, Toolies corrompía los espíritus.

Había conducido delante del lugar una docena de veces yendo y viniendo desde la ferretería, pero nunca había entrado porque mi idea de un bar no incluía sabrosas galletas.

Pero ya era tarde y estaba demasiado cansado para conducir las treinta millas hasta Maysville, donde había cierta apariencia de civilización. A diferencia de Durstrand, en Maysville los teléfonos móviles tenían una señal confiable, el agua te llegaba desde una tubería en lugar de un agujero en el suelo, y la televisión recibía una señal real sin servicio satelital. Eran sólo tres canales, pero tres eran mejor que ninguno.

El lugar estaba lleno, lo que significaba quizás una docena de personas, incluyendo el camarero y el barman. Había varios camiones estacionados al otro lado del camino, así que la mitad de los clientes probablemente no fueran de la ciudad.

Mientras la cerveza estuviese fría y fresca, no me importaba.

Unos pocos clientes levantaron la mirada de sus bebidas y comidas sólo el tiempo suficiente para darme una mirada. Supongo que pasé la inspección porque no me echaron. Era agradable saber que no había olvidado todas las idiosincrasias de un pequeño pueblo a pesar de haber pasado los últimos veinte años en Chicago.

El triste lamento de la música country me siguió hasta la barra. Una mujer cerca de la punta hablaba con el barman sobre el borde de su vaso de cristal. Él se excusó y se acercó.

—Bienvenido a Durstrand. ¿Qué puedo servirte?

—Lo que sea que tengas de grifo y que no esté diluido. El barman llenó un vaso.

—Eres el tipo del norte que compró el viejo lugar de Anderson, ¿verdad?

—Sí. ¿Cómo lo supiste?

—Patty me lo dijo. —Puso la cerveza en el mostrador.

—¿Quién?

—Es la agente que te vendió la casa y también mi prima segunda.

Primero, segundo, tercero, era como estar de regreso en casa en medio del sucio pedazo de tierra en el que yo había crecido.

—Llevó tiempo para que alguien comprara esa casa. —Limpió un poco de cerveza del mostrador—. Estaba empezando a lucir desvencijada.

—Creo que pasó lo de desvencijada hace unos años. —Bebí mi cerveza. Suave, cuerpo medio, muy poca carbonatación. Era el tipo de cerveza que se encuentra en un restaurante de lujo, no en un bar. Y definitivamente no en un bar en algún pequeño pueblo rural en medio de la nada.

—¿Te gusta?

Asentí.

—Realmente buena.

—Pareces sorprendido. —Sonrió—. No te sientas mal, la mayoría de la gente lo está.

Tomé otro trago. Bajó mejor que el primero.

—Creo que encontré mi nuevo bar favorito.

—Es bueno escucharlo. ¿Qué te trae a Durstrand?

 Me encogí de hombros.

—Supongo que necesitaba un cambio de escenario. —Era en parte verdad. Necesitaba un cambio, pero sólo porque con la muerte de tantos empresarios de la vieja escuela, las reglas habían cambiado de una manera en que yo no podía. La palabra de un hombre ya no era su evangelio y la gente sólo mantenía sus promesas para evitar el recibir un disparo.

 En Ausencia de Luz || JinKookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora