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Lobos
El invierno llegó, como solían decir los Stark, con Aemond no creyendo la caída de los primeros copos de nieve que por supuesto, Rickon le hizo probar embarrándolo en el suelo nevado. Ya se tenían la confianza suficiente para hacerse bromas pesadas y llevarse de una manera que hubiera escandalizado a su madre. De manera práctica para que no hubiera más preguntas al respecto, ellos dos adoptaron el apellido Snow como le correspondía a los hijos bastardos. Lo eran de cierta forma, pero no su niño, se decía Aegon con orgullo pues era solo suyo y de nadie más. Aemond había tomado a bien el asunto, lanzándose a los golpes si otro cachorro tenía el atrevimiento de burlarse de su nuevo nombre.
—Es bueno que sepa defenderse —comentaba Cregan mientras Verla le lavaba la cara a su cachorro luego de una feroz pelea— A veces hay que darse a respetar usando los puños.
—Milord, ¿no debería darle otro tipo de consejo?
—Lo olvidaba, Aemond, pase lo que pase, jamás espadas.
—Sí, señor.
El Maestre Qyncell les daba sus lecciones a mediodía, luego de sus entrenamientos con Lord Stark o alguno de sus mejores hombres si él estaba ausente. Luego venía un vuelo y atender deberes que pudieran realizar sin incendiar, romper, perder o echar a perder algo. Rickon y su cachorro juntos eran una verdadera tormenta que azotaba Invernalia. A veces, Aegon se venía en la necesidad de presentar disculpas por los desmanes de esos dos a los que luego perseguía para meterlos en cintura, casi siempre terminando con él jalando de las orejas a los dos críos mal portados que tenían la osadía de todavía defenderse mientras los arrastraba de vuelta a sus habitaciones.
A veces, muy pocas en realidad, Aemond solía preguntarle de esos viejos tiempos en que Aegon tenía un futuro prometedor como príncipe Omega de la Casa Targaryen, queriendo saber cómo era que había conocido a su progenitor. Cregan le había aconsejado que lo mejor siempre era decirle la verdad, no que necesariamente eso implicara decirle "toda" la verdad.
—Nos conocimos... de forma curiosa, sabes, yo iba caminando por un pasillo llevando la bandeja de agua de rosas de mi madre cuando chocamos y se la vacié en la cabeza porque se me cayó.
—¿De verdad? —Aemond alzó sus cejas, meciendo sus pies mientras terminaba de acomodar sus libros.
—Ajam, lo peor fue que no me disculpé, le grité que no fuera tan torpe que no se fijara por dónde iba a yo.
—¿Y qué te respondió?
—Nada, en realidad. Tomó la bandeja y me la azotó en la cabeza, éramos cachorros.
—Pareciera que no se gustaban.
—Eso vino después —sonrió Aegon— Porque... compartimos más tiempo juntos a veces sin querer. Luego, un día él me dijo que yo le gustaba.